García Marketing nació en un oscuro y remoto caserío llamado Aracataca. El pueblo sigue allí, sólo que ahora, aparte de oscuro y remoto, lo azota más y más la miseria: la misma miseria que devasta el resto del país. Los habitantes de Aracataca creyeron encontrar en García Marketing una tabla de salvación, imaginaron que ser la cuna del colombiano más famoso les daría alguna posibilidad pero García Marketing, malparido como era, jamás usó la enorme influencia política que le dio convertirse en una celebridad en favor de su pueblo. No, el tenía planes muy precisos e iba a usar todo ese poder e influencia para favorecer a quien más amaba: a Gabriel García Marketing. Cada línea escrita, cada postura política, cada declaración, cada entrevista sintetizaron desde entonces las cualidades básicas de nuestro genio: habilidad literaria, oportunismo, arribismo a ultranza, hipocresía y una precaria inteligencia frente a la vida y sus deberes más elementales como son la amistad, la gratitud y la dignidad. Para García Marketing apostar por Fidel Castro, cenar en la Casa Blanca y declarar su admiración por Bill Clinton o hacer comerciales de TV para apoyar la candidatura de Andrés Pastrana (uno de los más sonsos, estúpidos e ineficaces presidentes que haya tenido Colombia) no entrañaba dificultad alguna. Su debilidad extrema por cualquier cosa que oliera a poder lo había convertido en el comodín de una interminable lista de políticos, industriales y estadistas de dudosa índole. No hay que olvidar que décadas atrás, mientras él departía felizmente con Fidel Castro, su libro El Otoño del Patriarca (que es el descarnado retrato de un dictador latinoamericano cualquiera) estaba prohibido, por razones obvias, en Cuba. Algo así como si aceptaras entrar a una fiesta cuyo dueño te pone como condición dejar a tu hijo esperando afuera. Pero García Marketing no se inmutaba por cosas de ese estilo, su insaciable ambición había convertido sus relaciones con el poder en la mejor arma para impulsar su carrera y la verdad no lo hizo nada mal. Quizá por eso, estratégicamente, prefirió fundar en Cuba y no en Aracataca, con todos los beneficios que ello habría implicado para ese desgraciado pueblo, una escuela internacional de cine. Sus gestos para Colombia, aparte de un montón de salidas en falso en el terreno político (terreno donde sus limitaciones intelectuales salían más a flote), fueron nimios. Eslóganes para llamar la atención, sobre todo en la temporada previa al lanzamiento de alguno de sus libros, pero jamás un compromiso serio o una actitud firme. En el terreno literario tuvo sospechosas preferencias y desconocimientos infames. El más imperdonable se llama Héctor Rojas Herazo, tanto más imperdonable si consideramos la extraordinaria calidad humana y literaria de Rojas Herazo y que los unió una cierta amistad y bebieron de las mismas fuentes cuando eran un par de chicos desconocidos en Cartagena de Indias. Por supuesto que García Marketing no tenía el deber de rescatar la obra de Rojas Herazo, pero su empecinado silencio alrededor de algo tan evidente, mientras se apresuraba en promocionar autores menores, deja inevitables dudas. Él, al igual que el dictador que retrata en El Otoño del Patriarca, nunca aceptó sombras que pudieran compartir su pedestal literario. Su proverbial egoísmo lo convirtió en una momia sagrada. Un despreciable tótem al que sus lacayos locales (como la flácida mercachifle tía Abad) debían rendir culto y fidelidad a cambio de alguna “patadita de la fortuna” en el trasero en forma de beca y otras prebendas por el estilo. Y allí siguen esa pila de cortesanos chupando el culo de su fantasma. Sacándole brillo a su lápida y haciendo negocios con sus despojos.⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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