Aceptémoslo. Acapulco no volverá a ser el de aquellas leyendas y mitos de mediados del siglo XX. No volverán la pandilla de Hollywood ni las nacientes estrellas comerciales avivadas por una televisora. Ni al presidente le gusta venir a sentarse al puerto: ¿quién en su sano juicio sería testigo de la tragedia, el abandono, el caos y la violencia por mucha vista al mar que haya? El Acapulco tradicional está en el pasado. El Acapulco dorado sufre las consecuencias de que los empresarios pasados de listos no respetaron la franja costera y construyeron hoteles en primera línea. El Acapulco diamante es una inmundicia levantada por fifís y especuladores inmobiliarios que se inunda en cada temporada de lluvias. Y el Acapulco popular, el de barrios y colonias, el Acapulco sobrepoblado, precario y que sale adelante como puede, pues no vende con sus casas improvisadas y de un tiempo a la fecha abandonadas; calles cuarteadas, basura acumulada, fugas de agua y asesinatos en cada esquina. Acapulco es una urbe muy distante de lo que hace setenta años vendieron como El Paraíso del Pacífico.
Pero como hay miles de vidas habitando a Acapulco es hora de dejar de lamentarnos por lo que fue y se extinguió, por lo que no fue y por lo que es hoy en día. Dejar de reclamar y escupir hacia arriba. Renunciar a esa simulación con la que se vive en Acapulco, con la que se ajustan cuentas y se resuelven conflictos colectivos, esa simulación con la que se gobierna, se enfrenta y se vive el caos de esta urbe. Es momento de construir bajo una crítica compleja y bien razonada, conscientes de que ya estamos en la tercera década del siglo XXI. Hay que mirar otras urbes latinoamericanas similares para copiarles lo que vale la pena, ocuparnos en rastrear lo bonito, lo bello y lo humano sobre lo que se puede construir un Acapulco a la altura de quienes lo habitan.
Me tomo la libertad de escribir esto porque, después de más de una década fuera, estuve casi tres meses en Acapulco y respiré tristeza. No vi un futuro posible entre sus calles y avenidas. Sentí la desgracia, el conformismo y la oscuridad que deja el tiempo a su paso. Es más, llegué a sentirme ajeno, sin cama, sin un lugar para comer, con antiguos negocios cerrados y personas acostumbradas a la destrucción de su entorno, a caminar sobre parajes en obra negra constante. No escribo esto a manera de reproche. El Acapulco del siglo XX, el que yo conocí de niño, adolescente y joven, ya no existe. No nos queda más remedio que hurgar con creatividad, fuerza, ternura y amor las raíces que harán germinar a ese Acapulco que piden quienes lo habitan, quienes se han quedado, quienes vuelven y quienes lo testimoniamos a la distancia.
Entre las cuestiones que se me ocurren a la hora en que escribo esto está el urgente cambio de dinámica económico-laboral. No se puede seguir viviendo a expensas de si otros nos visitan, a la espera de temporadas. Es necesario encontrar otras formas de trabajo y subsistencia basadas en el entorno natural y social que nos rodea. O, ya de plano, presionar al Estado mexicano —que últimamente moderniza otras regiones del país, excepto a Guerrero— para que convierta a Acapulco en un puerto comercial de clase mundial, que a estas alturas implicaría mucha destrucción natural.
Pero también podemos empezar por regenerar algunas actividades nativas como la pesca y la siembra de productos nativos. Y que los empresarios hambrientos de plusvalía dejen de quejarse del gobierno, cuando ellos son los principales responsables de la debacle, pues por décadas han precarizado empleos e hicieron de la corrupción su modus operandi evadiendo pago de impuestos de mil y un maneras. Un segundo aspecto es el diseño y puesta en marcha de servicios públicos de calidad, no sólo en la franja turística, sino en cada hogar del puerto y su zona rural. Por décadas han brillado por su ausencia políticas públicas de este tipo y Otis exponenció la falta de estrategia gubernamental, social, colectiva y comunal para el manejo de residuos y la distribución del agua, por mencionar un par de asuntos pendientes.
Tercero, en todo Guerrero no hay parques y el único que había, El Papagayo, el gobierno lo convirtió en una selva de cemento que Otis se la llevó entre las patas. Tampoco hay centros deportivos ni de entretenimiento. Las plazas están plagadas de comercio ambulante, roedores y árboles talados. Y las playas tienen muy mala fama higiénica. Si se quiere vender a Acapulco como un lugar de visita, de paseo y de recreación, entonces se requiere una ambiciosa estrategia para generar espacios que entretengan a los turistas, más allá del mar. Entre esto está el sector cultural, tanto oficial como independiente, pues en Acapulco escasean los lugares y momentos donde hacer teatro, conciertos, cine, sean comerciales, populares, de alta cultura o comunitarios, ya es ganancia que haya algo. Está comprobado que el número de deportistas, artistas y profesionistas de primer nivel aumenta si hay espacios de este tipo, porque estimulan a la población a acercarse a estas actividades. Así que no le pidamos peras al olmo, no esperemos cosechar lo que nunca hemos sembrado.
Ya no existe el Acapulco en el que nacimos y crecimos, pero nunca es tarde para empezar a construir y ante todo convivir con nuestros semejantes, con nuestros vecinos, para construir colonias y barrios con calidez y las condiciones necesarias para vivir dignamente. Es complicado cuando cada uno lleva su propia tragedia en la espalda, la defensa de su propia individualidad, con su particular inacción, es momento de actuar de otros modos, con la mirada puesta en horizontes posibles de bienestar y alegría o, tarde o temprano, vendrán las elites a decirnos lo que tenemos que hacer y entonces estaremos a sus expensas una vez más. No conozco el cómo. Cada quien desde su circunstancia personal sabrá lo que tiene a la mano para construir no uno, sino todos los Acapulco posibles con los que soñamos. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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