Al abrir el libro el azul índigo del cielo aparecía ante mis ojos. Así encontré al río Mississipi bajo las estrellas que iluminaban la balsa de Huckleberry Finn mientras huía de su padre, acompañado del negro Jim. Los personajes eran dos seres que escapaban. Y yo quería escaparme de mi casa desde los ocho años. Así que el autor Mark Twain puso en mis pensamientos un profundo y enorme cielo como señal de libertad.
Un par de años antes tuve una revelación frente a la pizarra de clases: vi un oso. No es mentira. Era un oso sencillo, su cuerpo estaba dibujado por dos círculos unidos por una “s” formando la palabra más importante de mi vida.
Pude leer de izquierda a derecha pero lo hice al revés. El profesor me reprendió porque en la escritura castellana se empieza a leer desde el lado del corazón. No me sentí avergonzada porque lo supe desde aquel día en que al pie de un árbol sentí la tibieza una mañana, estaba en el kínder repitiendo en una página las vocales una y otra vez.
Al contrario, durante aquella clase, un cielo tan azul me dejó ver por primera vez una enorme galaxia formada por letras tan blancas como el gis. Estaba frente a un universo donde su combinación, el orden diferente, los espacios, los puntos y las comas… me daban la bienvenida. Con este cuerpo astral se fue armando la balsa que yo necesitaba para huir.
En tanto pienso en las palabras, muevo mis manos. Mundos se edifican en mi mente, hay espacios imposibles donde las siluetas de las personas se doblan o se extienden para existir. Avellaneda murió y un hombre se dio cuenta que la vida le había dado una tregua a su lado.
La noche de los feos fue mía. Hice a un lado mi nariz larga, mis ojos pequeños, de zorra. Ahora después de tantos años, pienso que cualquier jovencita es hermosa. Incluso yo, pero nunca lo supe.
Ramón Martínez Ocaranza, Rosarios Castellanos, Virginia Wolf, Dostoievski fueron construyendo una barca que me llevaba al naufragio. Como Simbad, el Marino, yo juraba ante Dios que no volvería a ponerme en riesgo. Pero en cuanto me sentía a salvo volvía a subirme a la embarcación para navegar una vez más bajo el índigo celeste del universo. En el río azul estaba mi reflejo. Sobre la balsa, tambaleante iba yo, siempre huyendo.
A lo largo del recorrido hablé con escritoras que traspasaron el umbral de la muerte. Vi la sensualidad de Enheduanna en su Himno a Inanna, la diosa Luna, en Mesopotamia. Con Macuilxóchitl escuché el corazón de los tambores como un rayo, como un arrullo. Pizarnik me dolió tanto, hizo crecer en mis recuerdos cardos que no pude soportar. Al menos que estuviera completamente sola. Hermanas, son.
Una noche llegué a un atracadero. Era tan espesa la oscuridad que no supe en qué habría de viajar. Nubes, nubes iluminadas con luz propia me hicieron entender que Goethe me daba la mano para llevarme ante el Diablo para luego dejar el enorme peso de mis pensamientos en los brazos de blanquísimos ángeles. Quise el conocimiento y me abrió la puerta al mundo.
Cada frase suya era una balsa, un enorme buque, un submarino, un avión, un cohete. Estaba ante una constelación llamada Fausto. Y en ella, a brazo limpio nadé en el océano azulísimo del tiempo hasta llegar al reflejo de mi atormentado ser que busca de las palabras, igual que estrellas resplandecientes en un cielo índigo, su luz para guiarme en el camino por dónde, de nuevo, habré de huir. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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