“Vivió su vida protegiéndose del torbellino de las emociones,
su neblinoso ámbito, su vértigo acuoso,
permanecer en el limbo, cuidando,
a la espera de que nada irreversible ocurriese”
-Cuerpos a la deriva, Esther Seligson
Cuando nací, la abuela no enterró mi ombligo en el jardín, en cambio, lanzó la tripa reseca a un río. Mi ombligo sorteó las corrientes del Balsas, hasta llegar al mar. Quizá lo disolvió la sal, terminó en los intestinos de un pez.
Dije hace tiempo, con la ingenuidad de una emoción antigua y soterrada, que cuando dos se aman nace un lenguaje: referencias compartidas, bromas particulares -nacidas azarosamente-, señales secretas y rituales que sólo entienden esos dos, portadores únicos de ese código ancestral.
Como tomar un pájaro cualquiera, un cuervo, tal vez un pichón, colocarlo en una jaula y esperar que de pronto, de la nada, se convierta en un canario bello y llamativo.
Debí pensar también en la posibilidad del silencio. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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