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  • Ricardo del Carmen

Cuando Leónidas me rescató

A las 6:40 de la mañana se ponchó la llanta: un guardacarril del Acabús estaba salido y la reventó. Me estacioné en la entrada de la Central de Abastos, no quería bajarme del vehículo porque sospeché que iba vestido, como decirlo, un poco provocativo: un short cortito negro con líneas en los laterales, pero luego me dije a mí mismo que no debería sentir vergüenza porque para eso hacía pierna. Abrí la puerta de la camioneta y sentí de pronto todas las miradas sobre mí. All eyes on us decía Britney Spears desde la camioneta. Los limpiaparabrisas, los vieneviene, los cargadores, las señoras de las compras, los choferes que se estacionaban por el semáforo. All eyes on me, pues. Mientras el aire de La rosa de Guadalupe me lanzaba al asfalto, mientras un leve olor a lavanda inundaba la calle. En la escena, yo era un amanecer que se levanta mientras al fondo se escucha un Ave María sutil y poderosa.

Un señor que estaba cerca me dijo que la llanta se veía muy fregada pero que todo lo demás estaba muy bien. Y se fue. En efecto, la llanta se rompió por el impacto. Llamé a mi mecánico/chofer/grúa/amigo al mismo tiempo y me dijo que el gato estaba debajo del asiento. Las hallé, me sentí cómodo de poder diferenciar las llaves que venían en la caja. Bajé todo. A pesar de la revelación que acababa de hacer, al estilo you wear it well de RuPaul, me desplazaba con una timidez insospechada. Me dispuse a quitar los birlos de la llanta, tuve que agacharme y dije, lo que vaya a ser que vaya siendo de una vez. Puse la llave que no era de cruz para aflojar los birlos y los endemoniados estaban durísimos, ni mis piernas con todos los kilos que presionan pudieron hacer nada. Me sentí un poco avergonzado por el fracaso y me subí al coche… a esperar.

Por un momento pensé que quizás estaba apretándolos en lugar de aflojarlos. Delante de mí se estacionó un taxi que también se había ponchado, el taxista bajó su gato hidráulico y no una, sino dos llaves de cruz. Comenzó a aflojar sus birlos, y caí en cuenta de que estaba bien, que la presión es en contra de las manecillas del reloj. Pero no me bajé. Un rato después, el taxista me comenzó a hacer señas y me ofreció la llave de cruz. Por un momento dudé, pero casi instantáneamente dije que no me daría por vencido.

Abrí la puerta de la camioneta, la escena se repitió: el olor de la lavanda, la música de fondo, todos los ojos sobre mí, pero la canción de Britney ahora decía “you better work bitch, you better work bitch”, fui con el taxista, le dije que con la llave de cruz más pequeña podría resolver lo de los birlos, pero los condenados no cedieron nada. “Toma la llave más grande”, me dijo el taxista, para que puedas ejercer mayor presión.

Fui. Aflojé dos. Sentí la gloria fugaz como la Miss Colombia que siempre no fue Miss Universo, pero los otros dos birlos no cedieron. En ese momento, llegó Leónidas: imponente: piernas más grandes que las mías, brazos más grandes que los míos, glúteos descomunales, capaces de ahogar un cocodrilo, todo lo que se podría esperar de un ejemplar espartano, pero con sangre tabasqueña. Tomó la llave de cruz y dispuso el peso de sus largas y pesadas piernas, como las columnas que soportan El Partenón (de Zihuatanejo), y de un solo empujón el birlo cedió.

Yo no tuve más opción que ir por la refacción. Atrás de nosotros estaba una señora en el asiento del copiloto dentro de un coche color naranja, me agaché para bajar la llanta y escuché cómo la señora emitió un quejido leve, como si algo le hubiese apretado el estómago. Pensé de nuevo en la escena: yo con mi shortcito negro ajustado, agachado mostrando mis isquiotibiales mientras me incorporaba con lentitud como los bailarines de Nicki Minaj en Anaconda. En retrospectiva, no puedo culpar a la señora.

Cambiamos la llanta y cuando Leónidas quitó el gato, la llanta se aplastó. La refacción no tenía aire suficiente, estaba más desinflada que las promesas de campaña de Abelina y peor que las de sus ex. Lo bueno es que a menos de 200 metros estaba la gasolinera.

Cuando volví a subir a la caja para poner la llanta ponchada, la señora seguía en el coche naranja, me agaché con confianza y me incorporé un par de veces con lentitud, como si fuera un stripper de Magic Mike debajo de una cascada que cae lentamente sobre mi espalda y mi pecho; baja por mi panza (porque todavía no tengo six pack), sigue por mis glúteos como montañas al atardecer, resbala por mis piernas, moja mis cuádriceps y femorales marcados con amplitud. Yo miraba fijamente a la señora que, en su coche, se mordía los labios y luego abría su boca para comerse un taco de guisado que recién había comprado.

Me volví el chofer, agradecí al taxista por su buen gesto y al vieneviene que estuvo cerca también. Leónidas subió su cuerpo promesa de dios griego a su Chevy tuneado y arrancamos a la gasolinera. Pusimos aire, la llanta subió. Había pasado casi una hora y no sabíamos si debíamos seguir, pero recordamos que, después de esta experiencia, uno nunca debe saltarse los días de pierna.

[Foto: Carlos Ortiz]

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