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Juan Mendoza

De aquí eres, chilango


Caminé bastante tiempo por la Costera Miguel Alemán de Acapulco antes de decidir dar vuelta a la derecha en la esquina de una gasolinera para arribar a las calles del Centro. La diferencia del paseo de la Costera de Acapulco con otras que he visitado, es que la separación entre la zona turística y las viviendas de los oriundos es de sólo una calle.

Serían las seis de la tarde, el tráfico estaba pesadísimo y el pinche calor de la mierda me abotargaba el cerebro que de por sí ya funciona medio en la pendeja, y me metí a la primera cantina que me salió al paso. Carecía de nombre y sólo ostentaba un slogan “La Cosa es Buscarle”. Pedí una cerveza que tomé apresuradamente. Recordé que no había comido ni madre y que chupar sin comer era bastante romántico en mis veintes para agarrar peda más rápido y sabroso, pero que para un viejo lesbiano cuarentón el resultado al siguiente día ya no resulta tan grato. Pregunté por alguna botana. No tenía nada, pero que si caminaba un poco más al centro podría encontrar tacos, o lo que quisiera. Pagué 15 pesos por mi cerveza y me adentré según las instrucciones de la mesera en busca de tacos, o lo que quisiera. Comí un coctel de camarones en el restaurante Buzos cuyas paredes eran un retrato del mar y una sirena trasvesti celebraba con un tiburón y un pez espada haber encontrado un cofre de tesoro lleno de cervezas Corona al fondo. Esa pintura daba para un relato. La mesera nalgona me ofrecía una mojarra, pero mi efectivo no daba para más. El alimento sólido no estaba presupuestados y había decidido beberme el resto del dinero. Di un corto paseo eligiendo la pinche cantina en la que me iba a meter, decidiendo más por el nombre que por la imagen. Contrario a lo que se piense, aunque estaban pegadas, todas tenían cierta característica que las diferenciaba una de otra: Mony’s, 2 costas, Dos Arbolitos, El Rinconcito, Chicanos, El 31, Cheques, Calinova, El Amigo Morales, La Flecha Verde, La Perla de Ometepec, Aquí me Quedo, el 31, Rincón Taurino, El Rinconcito (que promete música en vivo). Me metí en El Tecpacneco. Me recibió de golpe un fuerte olor de mugre, encierro y madera podrida que se intentaba disimular con restregadas de trapo sucio. La descripción del olor sería una mezcla entre vómito añejo, semen y porquería acumulada. Los comensales, pocos, a esa hora, descamisados con dientes rotos y enfermos, hablaban a gritos. La rockola tocaba un ritmo norteño con bastante mal audio. Las hermosas y animadas chicas que conminaban a beber, eran todo menos hermosas y chicas, y no estaban nada animadas. Me senté directo en la barra junto a un viejo famélico. Pedí una Indio.

El programa de música MTV como parte de la programación Shore que inició en New Jersey, había grabado un reality show en México, Acapulco Shore. La intención era tomar a ocho jóvenes, cuatro hombres, cuatro mujeres, ponerlos a rumbear durante un mes, en el día se harían medio pendejos en una chamba arreglada y todas las noches iban a salir de antro y seguirla en la casota. Y grabarlos. Las mujeres estaban bien nalgonas y los hombres mamadísimos. Todos eran bien fresas y mamones y salían a pinches antros finolis. El show tuvo un rating de 7 millones de espectadores o un pedo así. Hubiera estado más chingón, pensaba, que los clavaran a un bar distinto de la avenida Velázquez de León por noche y al otro día se levantaran a las 6:00 am para que a las 8:00 entraran a chingarle en una chamba de auditor financiero de procesos. Y grabar su degradación, que llegaría al extremo para el sexto o séptimo día, cuando todavía les faltaran 20 para ganar el premio. A huevo. ¿Todo bien, Chilango? Preguntó el viejo. Todo mejor ahora, señor, le dije con desgano sin voltearlo a ver, levantando mi cerveza. Me caga que me digan chilango. Aunque, para niveles prácticos, lo sea. ¿Anda perdido? ¿ó qué hace por aquí? Ándele, estaba perdido, pero ya no, le contesté a mi cerveza. Es que es raro que se paren los turistas por acá, éstos son barrios feos. Lo decía sin intención de intimidar, más con ganas de hacer plática. Yo no soy turista, señor; quiero decir: como ya adivinó, no soy de aquí, pero tampoco es que venga precisamente a divertirme en las playas de Roqueta. Muy bien, muy bien, no es necesario sulfurarse, chilango.

Terminé pronto mi cerveza y pedí otra. Lleva prisa, chilango. Por emborracharme, nada más señor. Tranquilo, chilango, la tarde apenas muere y empieza la noche, acá hay material y sobra el alcohol, ¿verdad? Si usted lo dice. Hay que hablar bien de Acapulco, chilango, recuerda lo que dicen todos esos carteles pegados por todos lados. Me dijo el anciano. Ey, contesté. ¿Me invitas otra? Ni que fueras fichera, pensé. Le regalo lo que queda de ésta, respondí, todavía sin mirarlo. Le pasé mi botella casi a la mitad y pedí una nueva. El cantinero me aventó una mirada de pocos amigos, por el desaire seguramente. Destapó mi botella, lo ignoré y me encaminé al baño. Comencé a sentirme incómodo; un extranjero en mi país, un turista, un ente fuera de lugar. ¿Que chingados hacía bebiendo ahí, donde se emborrachan las viudas de los carniceros que venden droga, donde las prostitutas ofrecen sus servicios a la misma hora que los padres de familia iban por sus hijos al kinder, y que el lugar oscuro con rockola inservible huele bien pinche feo? ¿Por qué esa pinche necedad de entrar al lugar más asqueroso de la ciudad en turno? El sanitario estaba asquerosísimo, el mingitorio no servía y el lavabo tenía una fuga que encharcaba el piso. Oriné sobre hielos y limones. Regresé a la barra a apurar mi cerveza. ¿Todo mejor ahora, chilango? Preguntó el anciano. Creo que la respuesta es obvia, señor. Le dio risa. Entraron cuatro jóvenes de aspecto siniestro, uno de ellos tenía una charrasca que le cruzaba el cachete y estaba igualito al wey del internet que dice que es el Dios Eolo. Se sentaron en silencio en una mesa mero en medio del Tecpaneco. Cuando abrieron la puerta noté que fuera ya estaba oscuro. Aquí no soy bienvenido, nadie me quiere, ¿pa’que chingaos me meto en estos lugares donde no me invitan?, donde es tan fácil entrar pero debe ser mucho muy difícil salir.

Me sentí tranquilo una vez llegando a la Costera. En una tienda de conveniencia compré tres latas de Tecate light y un paquete de Camel. Caminé, bebí y fumé decidido a meterme en el primer table que se me apareciera en el camino. Encontré uno sobre al ladito de un Seven Eleven que me hizo dudar porque ni tenía nombre. Me cachearon al mismo tiempo que pedían 100 pesos de cover. Me dio cierta pena decirles que no estoy acostumbrado a pagar una entrada que no garantiza la calidad del lugar y aflojé el varo.

La guerra territorial de los narcos estaba haciendo estragos en Acapulco, otrora costa fiestera que nunca dormía, y lo posicionaba en el top ten de las ciudades más inseguras del mundo, tan sólo por debajo de San Pedro Sula, Honduras; Caracas, Venezuela y Ciudad Juárez, México. ¡Cuarto lugar de homicidios per capita en el puto mundo! Esa noticia mermaba la asistencia turísitca y local y las calles otrora sin sueño se notaban más bien vacías, como el teiból sin nombre al que acababa de entrar. Las bailarinas cenaban con tedio. Pedí una cerveza de 50 pesos, que me permitiría ver unas tres chavas desnudándose en pista. Todavía se tardaron sus buenas cinco rolas cuando anunciaron la primera llamada para dar paso a una Sandy que pasó a hacer su trabajo con el ceño fruncido, sin mayor emoción. Hace ya mucho tiempo que me encantaba meterme a los table dances sin mucho dinero, no me daba pena limosnearle a las morras para que ofrecieran descuento en privados y la mayoría accedía porque se les hacía simpático, pero entonces estaba morro. Ahora una enorme pereza comienza a posarse sobre mis hombros porque sé que no tengo ni el money ni la edad ni la labia necesaria para que nadie se entusiasme. Casi terminaba mi cerveza al momento en que Sandy terminaba de encuerarse, ni el mesero ni las encueratrices me molestaban para cambiarla por una nueva, aún así pedí la cuenta. El mesero me llevó puro cambio y me recordó su propina. Me puso jeta cuando le di 5 varos y me largué de ahí.

Crucé la calle. Busqué un antro esperanzado en encontrar el desmadre prometido, el templo dionisiaco dedicado al nihilismo y a la fiesta, el lugar donde me encontrara a gusto. Un antro como en el que se divierten los del Acapulco Shore, pero que no tenga cadenero porque entonces valdrá madre mi entrada. El bar tenía nombre de fruta, ponían videos de Enrique Iglesias y Fey. Las meseras estaban bastante simpáticas. Di un rápido vistazo buscando alguna fémina dispuesta a pasar una noche harto divertida con un dizque chilango venido a menos. Y había varias, pero sus jetas de “huele-a-pedo” me hicieron detenerme en cualquier ataque. Incluso ni a la mesera me dieron muchas ganas de hacerle plática. La cerveza costaba la mismo que en el table. En la mesa de enfrente unos gringos estaban dándose la divertida de su vida. Me alejé de ellos, saqué mi cerveza al balcón sobre la playa y mirando el mar consideré que quizá era tiempo de irme a dormir. No todas las pinches noches tienen que ser una fiesta. Pagué mi cuenta. Detuve un taxi azul. Por fortuna me había aprendido el nombre de la calle: Velázquez de León, le dije al taxista. ¿Seguro, joven? Claro. ¿Viene saliendo de la fiesta, no prefiere ir al Tabares para seguirla más a gusto? Prefiero, sí, pero tengo una deuda que saldar. El silencio del chofer se interpretó con un “Es tu pedo”.

Bajé del auto. La vista de las calles sucias me llevaron directamente al Tecpaneco. Me esperaban otras 50 cantinas y toda la noche por recorrerlas. Me senté en la barra, junto al mismo anciano igualado de hacía un rato. Lo vi con la emoción con la que ves al amigo abandonado milenios atrás. ¿De regreso tan pronto, Chilango? No contesté, pedí dos cervezas. Le alcancé una y dije: haga de cuenta que nunca me fui. Soltó una carcajada que mostraba sus dientes podridos. De aquí eres, Chilango, yo lo sé, tú lo sabes. ¡Yo no soy chilango con una chingada!, pensé en gritarle al oído. Por respuesta le sonreí, mirándole la cara. La Bestia exigía ser alimentada y pedí dos cervezas más. De 15 pesos cada una, carajo. ¿Cuántas cervezas en el Tepacneco le caben a una en el Baby’O? Coloqué otra frente al viejo y me enseñó su sonrisa desdentada. Vi mi celular con un chingo de mensajes pendientes de contestar. Lo apagué y lo guardé lo más dentro que pude en la bolsa del pantalón. Di un tragote a la cheve. Me supo a gloria. Paseé la mirada y por fin, me puse de muy bien humor. ¿Todavía llevas prisa Chilango? Me dio prisa nomás p’a regresar, Don. Volvió a reír, a enseñar los pocos dientes cariados. Ya te lo dije: de aquí eres.

Y tenía toda la pinche razón. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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