Tomar una decisión puede llevarnos una vida o sólo un instante de lucidez, locura o quizá de insensatez. Nada está dicho en eso de tomar la vida por los cuernos y darle el volantazo al destino. Hay quienes dan un gran rodeo y alcanzan el mismo lugar al que otros llegaron por un atajo. Otros toman un libramiento y nunca consiguen llegar y los arriesgados toman por el laberinto de igual forma se pierden y pocos lo cruzan. La vida está llena de equívocos y sobre esa bases se construye la experiencia, que no la sabiduría, porque hay gente que nunca aprende del palo recibido.
Tomar una decisión nos hace estar en una posición indeterminada, en la duda y en la búsqueda de argumentos que nos convenzan, si hemos hecho lo mejor.
Cuando alguien decide algo lo hace en función de su propio interés y no del colectivo, la familia o los amigos. Es egoísta decidir porque en la determinación siempre habrá daños colaterales. En un divorcio nunca se piensa en función de los hijos, sino del daño que nos hicieron o hicimos, después viene lo que sigue. Pero no me voy a poner a escribir de los rencores, de los daños psicológicos, de ese manicomio de la desintegración familiar.
A dónde quiero llegar con todo este rollo, seguro a ninguna parte, de eso estoy consciente. Llegar a ninguna parte es estar en todos lados y con todas las posibilidades para decidir qué hacer y hacia donde ir: si se toma una vereda, el camino más ancho o empinado, el más asfaltado o agreste o sencillamente estacionarse a mirar el tiempo y a los demás decidiendo por uno.
Qué más da, un cansancio se acumula en mi cuerpo y en mi alma. Si tuviera unos años menos mi arrojo sería extremo y mis borracheras descomunales. Habría más de una mujer en mi vida y el dinero me importaría un bledo.
Pero la vida ha pasado y ni tengo años de menos y sí más achaques en el alma y en el cuerpo, también me emborracho poco y tengo una mujer que me adora, aunque yo no sea el tipo de hombre que soñaba ni el garañón que una vez fui y parezca una sombra sexual de aquello que era. Otra vez desviándome, como todas la veces en mi vida, de lo sustancial. Y lo sustancial es lo que supongo y lo que creo, aunque a veces más bien descreo y ser un descreído me ha hecho el hombre involuntariamente correcto, es decir no aquel que va por la línea trazada de acuerdo con los cánones de la sociedad, sino el tipo que cuestiona y se cuestiona, se problematiza para tener una mejor solución, aunque a veces solo complique las cosas con mi idealismo y disidencia.
Sigo dando vueltas como un perro antes de echarse y persigo la cola de mis ideas sin aterrizar del todo. Involuntariamente voy a confesarme: estoy en una encrucijada y la verdad no sé qué decisión tomar. Estoy como una dama cuando está ante dos blusas de dos diferentes colores del mismo diseño, pero no sabe cuál elegir y trae el dinero, pero tiene otros pendientes por resolver, y suspira y toma una y toma la otra y dice: “¡Están divinas!”. Y creo que, así como ella que decide llevarse las dos y apretarse las tripas, el cinturón y todo lo demás, voy a apretarme los tanates.
También tengo que decidir entre emborracharme con cerveza o ron, pues me llevo las dos y me pongo una borrachera descomunal, no importa que mañana saque las tripas y la cabeza se me embote todo el día, qué tanto es tantito.
Sé que mi decisión traerá consecuencias. En primera, mi mujer se enojará conmigo; en segunda, traeré una cruda de los mil demonios; en tercera, no iré a trabajar; en cuarta no avisaré que no iré a trabajar y por ende me van a descontar; en quinta, no hay quinta, es sólo un ejemplo de lo que sucede cuando uno toma una determinación, aunque a veces no lo observemos ni nos demos cuenta.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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