En su libro “Protagonistas de la literatura mexicana”, Emmanuel Carballo pregunta a José Vasconcelos: ¿entre los mexicanos, quiénes lo influyeron? Nadie, no hay maestros(...).Cómo iba a perder el tiempo leyendo a los mexicanos: repetidores mediocres.
Carballo hace la misma pregunta a Juan José Arreola: Admiro a López Velarde, fue un revolucionario auténtico de la poesía, hay que leer más a los mexicanos. Lo maravilloso de la literatura es que tiene infinitos lados de donde asirse y en cada uno de ellos siempre se encuentra algo de verdad.
Era la madrugada de 1921. El frío del 19 de junio -inusual en el verano de la ciudad de México- fue como la epifanía de lo que hacía años venía buscando. López Velarde se despidió de su amigo pintor, con quien después de asistir al teatro se había tomado varias tazas de café y uno que otro ron, mientras hablaban de un cuadro titulado El Cofrade de San Miguel.
Velarde explicaba a Saturnino Herrán su resistencia a los crucifijos del populacho, arrastrando aquel temperamento susceptible que se disfrazaba con desdeñosas urbanidades: Yo no puedo con estos cristos, dijo Velarde, al tiempo que se levantaba del pequeño café “Diálogos”, ubicado rumbo al sur del entonces Distrito Federal.
Desilusión y quietud se quedaron clavados en los ojos de Herrán al tiempo que oía el eco de unos pasos con la resonancia de los de un trasnochador que camina por el cementerio. Lo vio alejarse con la flota azul del fantasma que navega entre la vigilia y el sueño. Mañana, pensó.
Ramón López Velarde tomó la acera de la cárcel y el juzgado, pasó por El Paraíso: "cantina y billares", para salir a la calle Las Flores, siguió caminando hasta llegar a la esquina de El paje, donde estaba el Hotel Iturbide para doblar y salir a la Alameda. Una vez allí, se quitó su gabardina negra, gastada, blanquecina, se tocó el pelo, al mismo tiempo que un ataque de tos lo obligaba a sentarse en una helada banca rústica. Pensó en el frío. Pensó en el tiempo, su tiempo hirviendo a escala desde su siniestra imparcialidad, egoísta y necio.
Meditó en el color de sus entrañas sobre un adelantado invierno. Vio la Alameda de Jerez, colonial y adusta a quien le había dedicado varios poemas. ¿Cómo se relaciona la Alameda con la muerte? ¿Acaso a mí, me enterrarán en un cementerio donde los artífices capitalinos han ido poniendo lápidas sobre lápidas mordidas por un cincel novato?, dijo para sí mismo. No se quejó cuando el aire a tempestad frotaba sus huesos fríos, un poquito más allá de donde debe estar eso que llaman el alma. Lanzó su corazón con la ceguera desalmada con que los niños lanzan el trompo y pensó que así lo hubiera lanzado el hijo que no tuvo. Esa es mi verdadera obra maestra, -dijo.
Por instantes no pensó, sólo se escuchó: Me faltó personalidad. El roce de las ideas, el contacto con una vitrina de las piececillas desmontadas de un reloj; los pasos perdidos de la conciencia; el caer del guante en un pozo metafísico; el esfuerzo de la burbuja; el filamento sanguíneo en una conjuntiva; el vagido de la hormiga que acaba de nacer; el aleteo de una imagen por los ámbitos de la fantasía; el sobresalto de las manecillas al ahuyentarse sobre las doce campanadas; la angustia del pabilo cuando va a gastarse el último grano de cera; la digresión del azúcar; el júbilo de las vajillas; el rubor de las sábanas de Desdémona; el recelo; la balanza con escrúpulos, la queja repentina y el aleluya sincopado de la brisa sólo fueron inacabadas palabras para nombrar mi concéntrica contradicción indeterminada.
No fui lo suficientemente tenaz, firme, me faltó arrojo, se reprochó sin descanso. Hoy que la indiferencia del siglo me desola/ sé que ayer tuve dones celestes de contino/ y que en los ejercicios de Ignacio Loyola/ el corazón sangraba como al dardo divino/ Feliz era mi alma sin que estuviese sola:/ había en torno de ella pan de hostias, el vino de consagrar/ los actos con que Jesús se inmola/ y tesis de Boecius y de Tomás de Aquino.
¿Amor a las mujeres? Apenas rememoro/ que tuve no sé cuáles sensaciones arcanas/ en las misas solemnes, cuando brillaba oro de casullas y mitras/ en aquellas mañanas/ en que vi muchas colegialas: el coro que a la iglesia traían las monjas Teresianas.
Sonaban las doce y Velarde seguía con la imagen del cementerio: Mis ojos que se recrearon en Montaigne, en Baudelaire y en las tapias en que se desborda la rosa té, se corromperán velozmente. Mis pies que quiebran estas hojas de álamos con placer, hasta con intencionalidad estética, serán pasto del gusano, sentenció.
¡Que frío! El ataque de tos cedió por un momento y aprovechó para levantarse de la banca y encaminar sus pasos rumbo a la Avenida Jalisco, no importaba que su arrendamiento se encontrara a una hora de distancia. La llegada tenía que ser. Viejo era el pecado cuando empezó a caminar al tiempo que rezaba todo lo expiable que supuso era. Sólo le restaba ofrecer su voluntad y permanecer inferior a Dios, siempre desde abajo, desde su inequidad como una estría en duelo.
Como la revelación última, esa madrugada vio por vez última su traumático puente sin concluir. De repente, al ir atravesando casonas, hosterías, cantinas cerradas, árboles y la oscura y fría noche descubrió sobriamente que ya no sabía comer, que nunca más volvería a recorrer leguas y leguas de alcaparras hasta alcanzar el puente de Jerez. La flota azul del fantasma navegaba más al sueño que a la vigía, sólo que esta vez tuvo por fondo los álamos y los fresnos.
Así había imaginado el final, sencillo, inmiscuido el pensamiento en una sola dirección, con tal claridad que ni la misma fuente de Jerez hubiera dado agua tan límpida. Sabía perfectamente que toda su vida no fue más que una sorda batalla entre el criterio místico y la Eva erótica: dualidad funesta.
El último ataque de tos lo tuvo una cuadra antes de llegar a la casa de apartamentos donde rentaba el número tres de la calle. Una música vaga, desentonada y en sordina salía de una casa antigua, Velarde se detuvo un momento tratando de identificarla a través de un paisaje quieto, de una zurda orquesta que descompasa la obra de un genio, como aquella chirimía de su vieja casa en Jerez acompañando un cadáver al cementerio, y moviéndose en los surcos morenos al ritmo antitético y apenas reconocible de la Marcha Fúnebre de Chopín. Poco a poco la música le fue más lejana sin lograr descifrarla.
Entró a la casa, subió las escaleras y abrió con mucho trabajo la puerta de madera negra con el número tres color oro. Lo primero que vio fue el manuscrito del último poema que había escrito Me asfixia, en una dualidad funesta/ Ligia, la mártir de pestaña enhiesta/ y de Zoraida la grupa bisiesta/ Plenitud de cerebro y corazón/oro en los dedos y en las sienes rosas/ y el profeta de cabras se perfila/ más fuerte que los dioses y las diosas/ ¡Oh! plenitud cordial y reflexiva: /regateas con Cristo las mercedes/de fruto y flor, y ni siquiera puedes/ tu cadáver colgar de la impoluta/atmósfera imantada de una gruta.
Abrió la ventana para que entrara por ella la ráfaga de frío, no tocó ni una silla, ni un candelabro, ni la imagen de un santo, ni siquiera el cuadro de los poetas malditos. La cama se hallaba deshecha. Se acercó lentamente y tiró las sábanas.
-Estoy sereno como en aquellas siestas de otoño en que me llevaban de la mano a contemplar cómo ardían vuestras hojas en montículos a los que prendían fuego. Oigo el eco de mis pasos con la resonancia de los de un trasnochador que camina por un cementerio, tal vez lo único cobarde fue que no profesé el amor como Verlaine a Rimbaud.¶
[Foto: Carlos Ortiz]
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Nota: Todos los versos, frases y prosa de intensidades, fueron tomadas íntegramente de las Obras de Ramón López Velarde, quien murió asfixiado por la neumonía y la pleurosía.
El pintor Saturnino Herrán, amigo íntimo de Velarde, y con quien dialoga en una parte de este texto, falleció en octubre de 1919, mientras que el poeta jerezano dejó de existir el 19 de junio de 1921.
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