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Hace unos meses leí en este medio la palabra “pandroso”, es una palabra que solía usar mucho en mis días de preparatoria. La usaba con frecuencia para referirme a los muchachos medio fachosos que me gustaban. Los que usaban pantalones anchos, que no se fajaban las camisas a cuadros y se dejaban la barba y el cabello largo. No sé cuándo o porqué dejé de usar esa palabra. Es que acá en Ciudad de México no es tan usual. Me dolió notar la falta en mi lenguaje. Pienso en qué otras palabras se me perdieron al irme de Chilpancingo.
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Hace más de diez años que no vivo allá. Pasé casi toda mi vida en ese ciudad. Aunque siempre me sentí ajena, ausente, extraviada. No pertenecía a alguno de los barrios representativos. Nunca comía pozole los jueves, sino los domingos. Tampoco sabía que los viernes eran de mariscos. Conocí la tradición más imponente de la ciudad hasta que cumplí veinticuatro años; me refiero al fabuloso Pendón de Navidad y Año Nuevo.
Mi familia materna también llegó a Chilpancingo en calidad migrante. Una parte, es decir mi abuela materna, venía de la montaña baja y la otra, mi abuelo materno, de la zona del río Azul. Mi papá, por otro lado, llegó desde la Costa Chica. Así que mis tradiciones eran una mezcolanza rarísima en donde convivían tres zonas del estado. Así pues los días de pozole solían ser los sábados, o el domingo en la noche, como suele comerse en partes de Tixtla y Chilapa. Se acompañaba con chalupitas, tacos dorados, chiles capones y más ingredientes.
En las fiestas maternas se preparaba mole rojo y tamales de frijol. En las temporadas de lluvias, con los primeros elotes se cocinaba elopozole o pozole de camagua. Y los mariscos, gracias a la exigencia de mi papá, se comían a la menor provocación, sin importar el día. De igual forma el arroz con frijoles fritos y queso fresco.
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Cuando mi marido habla con su familia, le regresa el tono costeño. Yo no sé si tengo algún tono. Alguna vez un profesor, en la Ciudad de México, intentó elogiarme diciéndome que no se me notaba el tono de provincia. Me puse muy triste, más que halago sentí un agravio y por supuesto se lo dije.
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Nunca me he sentido de ninguna parte. Cuando solía enfatizar que había nacido en la Costa Chica de Guerrero me preguntaban por comidas o tradiciones más específicas que desconocía. Empecé a omitir esa información. Luego me definí como chilpancingueña, pero tampoco conocía nada de Chilpancingo, como lo apunté antes. Ahora que vivo en Ciudad de México me gusta dejar claro que soy guerrerense, aunque algunos piensen que es un folklorismo.
Me gusta dejar claro que no soy de esta Ciudad porque de aquí siempre se nos quiere expulsar. La Ciudad y su gente nos quiere en el margen, en el límite, donde se remarque que no somos de aquí, que somos ajenos, que somos los otros, los de provincia y sólo se nos admite cuando renunciamos, cuando adoptamos el tono del español chilango, cuando aprendemos a movernos en el lenguaje a través del albur que tanto enaltecen y que no suele usarse en todo el país. Insisto, sólo se nos admite cuando renunciamos y nos adecuamos.
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Por eso me dolió darme cuenta que renuncié a la palabra “pandroso”. Pienso en todas las palabras que se fueron de mi jerga coloquial. Pienso en el tono perdido de mi voz. Sé que la renuncia no fue consciente. Renunciar a veces es un esfuerzo de sobrevivencia. Si no nos adecuamos el mundo nos devora. A pesar de esto me recrimino aceptar la homogenización en mi lengua.
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A veces cocino caldo rojo de pollo y le pongo epazote y verduras. A esto, por aquí, le llaman mole de olla. En la costa se llama caldo rojo. Lo cocino porque muchas veces me da el extrañamiento y regresando a sus sabores intento acercarme a mis abuelas y a sus dichos.
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Conozco personas que dicen venir de Guerrero porque sus madres o abuelas nacieron allá. Entonces me hablan de comidas o tradiciones o refranes que desconozco y me siento menos guerrerense. No estoy tan lejos, me digo. Vuelvo más de dos o tres veces al año, pienso. Convivo mucho con personas de Guerrero. Cómo es posible que haya olvidado tanto.
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También hay personas que se van a vivir a Guerrero, sobre todo a los lugares que considero míos, entonces me dan muchos celos al saber que desayunan picaditas, pi-ca-di-tas que son memelas gorditas de masa pellizcadas con salsa, crema y queso, sin frijol (esos son los sopes, que no me gustan), o torrejas con atole blanco o toman su tecito de toronjil con cemita. Y yo aquí aguantándome la envidia con enormes tamales masudos y evitando a toda costa que mis hijos conozcan las tortas de tamal.
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A esto le llamo celos territoriales: Sentir que me arrebatan los recuerdos y los sustituyen por imaginarios que no coinciden con lo que yo retengo en mi memoria. Le llamo celos y me da muina saber que otras personas se apropian de mis territorios y los exhiben como suyos sin que esos espacios les hayan atravesado el cuerpo nunca.
La envidia me acribilla al verme orillada a cambiar o sustituir palabras para que se me entienda mejor. Tengo celos porque ya no quiero homogenizarme para encajar y ser aceptada. Tampoco quiero que mis memorias sean colonizadas por los relatos de personas que no crecieron o vivieron en mis lugares. No quiero olvidar y borrar más palabras, sabores, frases que me vinculan al territorio en el que crecí.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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