
En el principio fue la queja muda, el suspiro reprimido, el llanto ahogado en la almohada. Las mujeres sufrían el desamor con discreción, como quien es apuñalado y, por decencia, pide disculpas por manchar la alfombra. Entonces apareció Paquita la del Barrio y, con una copa en una mano y un micrófono en la otra, decretó: ¡Basta de pendejadas!
Cuando la lírica popular cantaba al amor perdido con ternura, ella llegó con un machete lingüístico y lo llamó por su verdadero nombre: rata de dos patas, parásito, alimaña, escoria, lacra de la vida. Y no era solo un ejercicio retórico, no. Era justicia poética con música abajeña.
Antes de Paquita, los hombres se iban y las mujeres los lloraban. Después de Paquita, los hombres se van, pero lo hacen maldecidos. Francisca no tuvo piedad: elevó el insulto a la categoría de arte y convirtió la humillación en espectáculo. Como en la Divina Comedia, Paquita imaginó el décimo círculo del infierno, donde todos los inútiles tienen reservada una mesa junto a Lucifer para ser injuriados por toda la eternidad.
No contenta con su primer hallazgo, fue más allá y transformó la frase más insignificante en un arma letal. Un simple “¿me estás oyendo, inútil?” pasó de ser una pregunta inocente a una ejecución sumaria sin derecho de réplica.
Y así, entre insulto e insulto, se volvió la santa patrona del desamor, emperatriz de las despechadas y heroína nacional para toda persona que haya sido víctima del sinvergüenza promedio. Porque si algo nos enseñó Paquita es que el amor es ciego, pero el rencor ve con una claridad pasmosa. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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