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El espacio silencioso de la fotografía

Roberto Bernal

[Para Luis Tovar y Sergio Huidobro]


Quisiera comenzar diciendo que nací y crecí en la región de la Tierra Caliente, Guerrero, en un caserío que nunca ―ni siquiera en la actualidad― rebasó los mil habitantes. Traigo mi pueblo al tema porque me tocó vivir una época muy rural, en la que daba la impresión de que se detuvo el tiempo o que continuábamos en un México de hace cien años atrás: no había luz eléctrica, tampoco autos y la gente se trasladaba en caballo, mula o burro. Las únicas noticias nos llegaban a través de la radio de Huetamo, Michoacán, para lo que usábamos una radio de pilas.

Mi pueblo era uno muy pobre y uno muy “atrasado”. Tanto, que a esa edad pensaba que actrices y actores de la llamada Época de Oro del Cine Mexicano eran contemporáneos. De todas esas películas que vi en la infancia, a quienes admiraba era a los fotógrafos, que hacía un registro del trabajo de campo y del campo mismo y al que, desde luego, me siento muy cercano. En todo caso, desde entonces me atrajo la fotografía, aunque ignoraba que a esas imágenes en la pantalla las llamaban fotografías y, sobre todo, que ese trabajo estaba a cargo de fotógrafos.

De esa misma edad, tengo muy presente que, mientras andaba en el trabajo del campo, hacía un círculo con los dedos de la mano y lo observaba todo a través de él. Era mi modo de cazar imágenes, esas mismas imágenes que había visto en el cine. Comencé a hacer fotografía muy joven, a partir de los 16. Pero jamás tomé un curso o taller. Tampoco he dedicado mucho tiempo a observar el trabajo fotográfico de otros, salvo el de un puñado de creadores que admiro bastante, entre ellos Juan Rulfo, quien llegó a decir que lo único que hizo fue leer el manual de la cámara, y listo, se puso a hacer fotos.

Claro, la cosa no es así de sencilla. Pero me interesa en particular esa parte de sus palabras: “me puse a hacer fotografías”, esto es, alguien que trabaja mucho, que hace muchas fotos, miles de ellas, hasta que un día, cuando casi perdió toda esperanza acerca de su propio talento, surge por fin una fotografía que lo alienta. Dicho esto, tengo la certeza de que la fotografía ―como todo en la vida― requiere de mucho empeño, de trabajo diario, hasta conseguir eso que llaman “un lenguaje personal”.

Sin embargo, también creo que el trabajo fotográfico tiene relación con otras cosas que, en apariencia, no comparten nada en común con él. Por ejemplo, la arquitectura, pero también la pintura y la literatura. Pienso que la atención a estos tres elementos es fundamental para hacer una fotografía decorosa y, en cierto grado, personal, pues enseñan al fotógrafo cosas importante relacionadas con perspectiva, profundidad y composición.

Pienso otra vez en Juan Rulfo. Al ver su trabajo fotográfico, para mí es evidente que vio muchos trabajos de pintura, que la pintura ocupó una lugar central dentro de sus intereses, porque, en realidad, el señor Rulfo es ―tanto en sus fotografías como en su narrativa― un gran pintor, y eso lo podemos apreciar en lo visuales que son sus relatos, y cómo cada personaje y objeto es colocado cuidadosamente dentro del espacio narrativo, siempre con un manejo ejemplar de la perspectiva, y este manejo impecable de la perspectiva está también en sus fotos, en las que se revelan también un interés particular por la arquitectura.

De Juan Rulfo y los libros, mejor ni hablemos: todos sabemos que fue un gran lector. Lo que quiero decir, finalmente, es que esos tres elementos ―arquitectura, pintura y lecturas― educan, por así llamarlo, el ojo del fotógrafo, lo ayudan a intuir rápidamente dónde colocarse, también a elegir la hora para trabajar y las diversas formas de abordar la luz.

Me produce mucho desconcierto cuando leo o escucho a otros fotógrafos referirse a los elementos técnicos de una cámara. Cuando uno come, por ejemplo, no reflexiona mucho sobre la cuchara. Guardamos con ella una relación automática. Con la cámara fotográfica ocurre igual: se vuelve una extensión de la mano y del ojo. La práctica, el trabajo continuo, hacen que uno elija rápido ―y de manera automática― el ISO y la apertura del diafragma con el que va a trabajar, para, de este modo, centrarse únicamente en ese objeto que va a aparecer frente a nosotros. Si la foto no es buena, se culpará a la cámara y se dirá que fallaron los elementos técnicos.

Por mi parte, he tenido todo tipo de cámaras, desde muy limitadas hasta profesionales, y con todas ellas me he sentido a gusto. Tener una “mala” cámara es algo muy bueno, de principio, porque te obliga a esforzarte el doble, tratando de exprimir al máximo lo que la cámara puede darte. Una mala cámara puede hacerte sentir frustrado, porque no provee los colores que necesitas, o porque no puedes trabajar a poca luz, etcétera. Cuando al fin logras tener una buena cámara, trabajas con ella habituado a esforzarte el doble. Es decir, que uno aprende a maximizar sus herramientas.

Para el trabajo buscó continuamente lugares callados. Por lo regular encuentro también gente muy callada y con mi mismo origen, es decir, campesinos. Son personas que hablan muy poco, pero que dicen cosas importantes, todas relacionadas con una visión personal de mundo. No me ha ido mal. Por alguna razón que todavía desconozco les caigo bien: conversan conmigo, me invitar a comer, también pulque, e incluso suelen invitarme a las fiestas de sus pueblos. E intento que esta intimidad también sea notable en mis fotografías. Algún fotógrafo ―creo que Henri Cartier-Bresson― dijo que “una fotografía no es buena porque no se estuvo lo suficientemente cerca”. Para como yo lo veo, Cartier no habla de distancia física, sino de esto que les acabo de mencionar: intimidad.

Para finalizar, me gustaría decir que no existen lugares, personas o cosas particularmente útiles para la fotografía. Las buenas fotografías no están ahí, estáticas, esperando a que nosotros tengamos un rato libre o fin de semana para tomar la cámara. A la fotografía hay que cazarla, ir en su búsqueda, atentos a ese pequeñísimo instante en el cual el ojo revela algo que no se vio antes y que sólo se puede apreciar unos segundos.

Hace más de veinte años, una buena amiga me dijo que ella y su grupo de amigos fotógrafos iban a tal o cual lugar porque “son buenos para la fotografía”. Al hacer fotografías bajo ese procedimiento, lo único que se consigue es hacer cientos de fotos muy bonitas acerca de algo que ya se hizo en el pasado miles de veces, y seguramente mucho mejor. ¿Qué caso tiene hacer una fotografía que ya se hizo antes? Yo pienso que ninguno, que la verdadera motivación del fotógrafo es producir y encontrar imágenes que revelen un mundo nuevo y, en consecuencia, cosas que no se vieron antes. Se trata de un mundo que antes de ese fotógrafo permanecía invisible.

Recientemente un conocido al que respeto mucho me dijo: “¿Por qué no dejas a los campesinos y mejor tomas fotos de estas y otras cosas?”. Esto me parece una verdadera tontería, porque yo trabajo con el medio que dispongo y ése no es otro que el entorno en el que vivo, uno rural. No puedo hacer fotografías de edificios, o de camellos, o de la selva, porque son espacios que desconozco, y también porque no he establecido una relación íntima con ellos. Ningún objeto es más interesante que otro. Tampoco hay temas para el fotógrafo. Los temas son para las revistas, para las editoriales o periódicos.

Dicho esto, creo que el fotógrafo está siempre sumergido en su trabajo, en estado de alerta, atento a su entorno, en cualquier lugar y en cualquier situación, porque sabe que en algún momento surgirá una imagen que lo deslumbre. Él no ve temas; ve, sí, imágenes que son hechas por por pequeñas porciones de luz, y que desaparecen tan rápido como se mostraron.⚅

[Foto: Roberto Bernal]


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