No sé a ustedes pero a mí los panteones me parecen los lugares más hermosos y perfectos de la tierra. Son ideales para exiliarse un momento del tráfico y estrés, dormir en alguna banca, bajo un árbol, encima de una tumba, a un costado, o bien, para suicidarse. A veces visito el Panteón de Xoco, el que se encuentra frente a la Cineteca, para olvidarme de todo el estrés y la angustia que me acosan, como tomar pequeñas de dosis de paz y volver a la vida diaria, afrontando los nuevos retos de la ciudad. Sin duda alguna los muertos son excelentes acompañantes y comparten los mejores consejos con su silencio. Por eso cada que lo visito me da por recordar aquel fragmento del cuento Luvina, de Juan Rulfo:
—¿Qué es? —me dijo.
—¿Qué es qué? —le pregunté.
—Eso, el ruido ese.
—Es el silencio...
Sí, el silencio, la caricia divina de la muerte, la melodía eterna de los olvidados. Hay quienes visitan a sus difuntos cada mes o al año, según el lamento, para llorarles, llevarles flores, reír con ellos, hablarles en voz baja, rezarles, esperar una respuesta. Luego están los epitafios, esos minúsculos, hilarantes y potentes versos: “Aquí yaces y haces bien, tú descansas y yo también”, “Morir para vivir”, “Despiértenme cuando aprendan a vivir”, “Voy a un asunto. No me esperen”. O los famosos: “Perdonen que no me levante”, de Groucho Marx y “Si no viví más fue porque no me dio tiempo”, del Marqués de Sade.
Los epitafios me llaman la atención porque me permiten imaginar a la persona, en cómo fue su vida, si atormentada o tranquila, si era alto, bajo, lampiño, barbado, gordo, delgado, moreno, blanco. Si fueron fieles a sus parejas, si padecieron de alguna enfermedad crónica, si eran ciegos, mudos o sordos, mancos o inválidos. Existen una infinidad de nombres que bien podrían servir para personajes literarios o para la futura prole. En diciembre de 2018 tuve la oportunidad de viajar a París y no dudé ni un momento en visitar el Cementerio de Montparnasse, donde yacen los restos de grandes figuras del mundo literario, creado en 1824 y anteriormente conocido como Le Cimentière du Sud.
Cuando lo conocí no sabía si llorar o reír de felicidad, hincarme por tan dichoso milagro de belleza inigualable. Y como arqueólogo ambicioso, me dediqué a buscar sin descanso las tumbas de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, César Vallejo, Emil Cioran, Samuel Beckett, Charles Baudelaire, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Porfirio Díaz, Henri Poincaré, entre otras. Qué ganas daban de morirse ahí mismo, lo juro. Lamentablemente perdí la noción del tiempo y no alcancé a conocer los cementerios de Père-Lachaise que se encuentra al este de la ciudad, el Passy al oeste y el Montmartre al norte. La verdad sólo quería permanecer inmóvil en uno, mirando caer la tarde, sentir el frío, escuchar las aves, admirar los edificios del fondo, los árboles, los amplios pasillos; atesorar en mi memoria cada detalle del lugar.
Aunque también los panteones de los pueblos me parecen interesantes, principalmente por esa melancolía y pobreza de las tumbas; olvidadas, llenas de hierbas, rocas e insectos. En las que cualquier perro, burro, caballo o vaca puede defecarlas u orinarlas sin problema alguno. Pobres almas. “Morir es olvidar, ser olvidado”, decía Jaime Sabines. Dudo que durante el Día de Muertos se levanten con ese ánimo de ir a visitar a sus familiares. Por el contrario, en algunos estados del norte del país los panteones semejan a lujosas residencias, convirtiéndose cada vez más en atracciones exóticas, turísticas. Vaya lado B de las regiones. Yo preferiría que me envolvieran en un petate y para dentro, sin tanto escándalo y sin tantos gastos. Alguien debería considerar a los panteones como un espacio de terapia, donde abunda más sabiduría que soberbia. Quizás después volveríamos a nuestros hogares y actividades diarias con más ansias de vivir y tratar de morir en paz, como el corazón lo dicta.⚅
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