Este dolor no es mío, ni las manos que lo provocaron. Ni el silencio de la casa vacía, ya desprovista de recuerdos, llena de fantasmas. Ni el reflejo que me devuelve el espejo, ese rostro amoratado que, bajo la espesa capa de pomadas y menjurjes, intento descubrir ¿soy yo esta piel? ¿este cuerpo dolorido y maltratado? ¿soy este monstruo?
Abrí los ojos una mañana y las luces blancas de una sala de urgencias confirmaron mi mayor miedo, esa angustia que me provocan los hospitales, la sangre, las agujas. Todo era real y yo estaba ahí: aterrada por la venoclisis, por el catéter que, casi siempre, es más grande que mis venas. El mundo me pareció un sitio pequeño y hostil, un tablero de juego donde yo iba perdiendo.
Por eso nunca quise jugar ajedrez con él, por eso lo dejaba ganar en la baraja, por eso me hice pequeñita, oscura, un poco gris. Porque sabía, secretamente, que yo soy mejor que él en todo y que él no soportaría saberse rebasado, incluso, en un juego de mesa. El mundo ya me parecía una pesadilla, un sitio plagado de monstruos, con colmillos afilados y lengua bífida, monstruos que siempre ocultaron su naturaleza.
La mirada de las enfermeras y los doctores me permitió imaginar mi aspecto ¿por qué? me preguntaron, porque creí que nadie podía ser tan cruel, egoísta, miserable.
La vida se resignifica cuando se mira desde una cama de hospital. Las voces, los gritos, el dolor. Una persona murió a mi lado, escuché de cerca el estertor que acompaña ese tránsito. Escuché también el llanto de un recién nacido, la vida floreciendo entre los pasillos donde antes caminó la muerte, la vida brotando de muchos cuerpos que estaban ahí, junto a mí, luchando por esa segunda oportunidad para seguir.
Bajé por Eurídice al inframundo y Cerbero me devoró. Es mentira que la lira, mucho menos la de un poeta, puede apaciguar a las bestias. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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