Para tu familia, Efrén Leyva López, que también es la mía
Antes de llegar al pueblo, me detuve donde estaba la huerta y te grité tres veces. La tercera, con todas mis fuerzas. No hubo respuesta. Entonces supe que era cierto lo que me habían informado la noche anterior. Que ya no estabas aquí. Y ya no pude manejar más. Pinche cabrón.
Entre los primeros recuerdos que tengo de Dos Caminos, estás tú. Ambos, siendo chamacos, yendo y viniendo por callejones y veredas, para llevar los avisos de llamada que te daban en la tienda de Galo. Una vez terminada la labor, con la paga, me convidabas pan con coca. También comíamos papaya verde con chile, cremas o charamuscas.
Recuerdo cuando íbamos a juntar nanches, mangos, tamarindo o lo que fuera, a la huerta, para luego volver caminando. No pocas veces me ayudaste con la carga, tú que siempre fuiste de complexión oceánica y con la fuerza de un oso.
Fuiste mi primo, mi vecino, mi compañero, mi protector, mi guía. Tú casa era la mía y la mía era tuya. Conocíamos cada recoveco, cada grieta. Sabíamos donde se guardaban lo mismo la pala, que el mantel o el sombrero.
Crecimos juntos. Soñamos juntos. Cambiamos juntos. Y ya verracos, juntos, conocimos las lides del alcohol y la juerga. Fuimos y venimos por todos los pueblos circunvecinos en busca de fiestas donde pudiésemos conseguir tragos. También comida, pero tragos las más de las veces.
Eras impredecible. Espontáneo. Nunca sabíamos qué reacción tendrías, fuese la situación fuese. Pero eso sí, la violencia nunca fue de tu equipo. Pese a tu figura imponente, sorprendía que fueses tan pacífico, chistoso y bonachón.
Te recuerdo a medio incendio forestal, por allá por La Cruz, a donde llegamos ebrios, una noche de tantas. Luego de un rato nos achicamos. Una cosa era querer ayudar y otra, estar cerca de esas pinches llamaradas. En eso apareciste tú, con una rama enorme, golpeando la lumbre y a cada golpe volaban chispas. En medio de esa visión, gritabas: “¡No desfallezcan!”. Eso nos dio ánimos. Luego de un rato logramos apagar el fuego. Hasta la fecha, cada que no puedo con algo, evoco tu voz y el “¡no desfallezcan!” me da bríos.
Cantabas. Y en algún momento lograste imitar casi al centavo la voz del Lupe Esparza, de Bronco. Nos gustaba escucharte. Creo que lo notabas, porque te pedíamos que interpretaras alguna melodía de los regiomontanos y tú te dejabas elogiar. A mí en particular, me gusta escuchar Bronco porque es como oírte.
De pronto te convertiste en señor (yo también). Formaste una familia, hiciste una carrera en el magisterio y nuestros encuentros se hicieron más esporádicos. Pero apreciaba tus llamadas de vez en vez. Creo que para ti nunca dejé de ser un mozalbete. Ojalá haya sido así.
Y ahora debo despedirte en este panteón, donde vinimos desde niños, primero a ver a tu padre, al tío Toño y después a la abuela. Supongo que la muerte es irse quedando un poco más solo, sobre todo, sin los amigos más queridos. Supongo también, que es parte natural de la vida. Pero nunca creí que empezara tan pronto. Tan rápido.
Dice Miguel Hernández, en un poema aciago: “del almendro de nata te requiero/ que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma, compañero”.
Por eso, creo que nunca dejaré de gritarte: ¡Güero!, así como hoy lo hago, sin obtener respuesta. Nos vemos pronto, Güero, nos vemos pronto. ⚅
[Foto: David Espino]
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