En la portada estaban Agustín Lara con su perfil cadavérico y María Félix dando un paseo en lancha. Era una fotografía en sepia. Le molestó profundamente que una tal Guadalupe Loaeza viniera a contar una historia que no le pertenece: la de Acapulco. Sentía, dijo, como si hablaran a sus espaldas o tomaran sus pertenencias sin permiso. “¡Nacimos para ser engullidos por este cráter volcánico que es la bahía!”, se precipitó de repente gritándole a nadie en el baño. Terminó de orinar y trastabilló. Descubría que conectaba la briaga de ayer con la de hoy, que otra vez estaba ebrio como un barco, que más bien no había dejado de estarlo, todo atrapado en un limbo. No sabía exactamente qué hora de qué día era ni dónde estaba, excepto que en un baño de paredes blancas con un libro de Guadalupe Loaeza entre las manos, Acuérdate de Acapulco, sintiéndose ofendido porque alguien hablaba confianzudamente del puerto donde él efectivamente tenía una vida, no sólo un imaginario. De pronto se descubrió realmente encabronado. “Es que no mames”, argüía febril discutiendo con sus parnas, pero en realidad estaba solo en el baño hablando consigo. El short mojado y pegado a la piel le recordó que estaba pasándola chévere en la alberca de una villa lujosa. Percibió su respiración pesada de Bacardí mientras hojeaba ese libro en el que aparecían fotos monográficas de Tarzán, Elvis Presley, John Wayne, los Kennedy, Tom Jones, Teddy Stauffer, Joan Collins, Ivana y Donald Trump, Elizabeth Taylor y más. No era cierto lo que decía esa señora ni esas fotos. Aquélla era otra película, no la de él ni la de la gente natural de Acapulco. Fue cuando Loaeza irrumpió en el discernimiento del muchacho: “Pues no veo quién vaya a escribir esa historia, tan de ustedes los acapulqueños natos”. Uf. El man se puso animal. Quizá porque la mujer tenía razón al cuestionarlo: “¿Qué son ustedes los acapulqueños frente a la historia del mundo?”, lo tundió. Esa autora lo cacheteó idiosincrática y moralmente. “Agradezcan el haber tenido a la Pandilla de Hollywood, que al menos les heredó una identidad, algo de qué enorgullecerse y con qué formar parte del mundo.” Un relámpago de lucidez le hizo reconocer que llevaba buen rato personificando a Guadalupe Loaeza frente al espejo de un baño de una casa ajena. Pero había algo cierto y doloroso. ¿A qué sustancia puede alguien aferrarse en este puerto? ¿Al sol, al calor, al mar, a la brisa? ¿A la nada? Aquellas memorias “doradas” del Acapulco que se fue no emocionaban al personaje porque no le decían nada porque no eran las suyas. Él tenía otra historia, una más gris que esas fotografías ajadas, más gris que el tono del mar cuando está revuelto, como son las historias de la gente corriente. La resequedad de los labios le exigió un buche de ron. Salió de aquel baño encestando el libro Acuérdate de Acapulco en el inodoro, junto al revistero, de donde lo cogió.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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