
En medio del conflicto entre Ucrania y Rusia (invasión para los que siguen la propaganda de la OTAN y operación militar especial para los que siguen la rusa) ha surgido un tema incómodo, particularmente para el gobierno ucraniano: las imágenes del ejército de ese país con soldados del batallón Azov portando símbolos nazis en sus uniformes y en sus banderas. Esta iconografía problemática sorprendió, en un inicio, a los que desconocían la historia de la exrepública soviética. Seguramente muchos pensaron que eran noticias falsas o imágenes alteradas, sobre todo porque el gobierno ruso aseguró, desde el principio de las acciones militares, que uno de sus objetivos era “desnazificar” regiones de influencia rusa —el Dombás, especialmente—. El New York Times en abril del año pasado acusó a Vladimir Putin de crear “una realidad distorsionada” a partir de los grupos de ultraderecha enquistados en el ejército. Es cierto, el medio estadounidense aceptaba la existencia de los extremistas, pero aseguró que representaban un “lugar marginal” en la sociedad ucraniana. Curiosamente, en junio de este año, el periódico tomó en serio la amenaza y afirmó que el uso cada vez más común de símbolos nazis entre el ejército y grupos paramilitares de Ucrania socavaría el apoyo internacional a ese país e impulsaría la propaganda rusa.
¿Ucrania es un Estado nazi? No, pero atrás de la aparente unidad contra el invasor hay una historia oculta que explicaría por qué, en los años recientes, ha tomado fuerza el movimiento nacionalista ucraniano, de raíces xenófobas y antisemitas. También explicaría por qué el presidente —anteriormente actor— Volodímir Zelenski es complaciente con los radicales a pesar de sus orígenes judíos. El historiador Omer Bartov, profesor de Historia Europea y Estudios Alemanes en la Universidad Brown en Providence, Rhode Island, uno de los mayores especialistas en el Holocausto y la II Guerra Mundial, aporta una perspectiva interesante en su libro Borrados,una crónica de su viaje que hizo en el 2016 a la antigua Galitzia, región localizada en la actualidad en el occidente de Ucrania y en algunas zonas de Polonia, Rumania y Moldavia.
Galitzia tiene, por su ubicación geográfica, la tragedia y la fortuna de ser un crisol de culturas. La diversidad de lenguas y costumbres dio, a ese territorio, un auge comercial, económico y artístico. De ahí fue originario, entre otros autores, Joseph Roth, figura esencial de la literatura en el desaparecido Imperio Austrohúngaro. Los judíos llegaron, en continuas migraciones, a establecerse en decenas de pueblos y ciudades de diversos tamaños. Sin embargo, como atestigua Bartov en su recorrido por esas poblaciones, apenas queda huella de la tradición judía: cementerios casi olvidados, sinagogas apenas visitadas, edificios a punto de caerse u hogar de migrantes que no tienen idea de lo que ocurrió entre esas paredes. Incluso, los monumentos erigidos en memoria de las víctimas de la guerra y de los numerosos conflictos en la zona entre ucranianos, alemanes, soviéticos y polacos, dejan en el olvido a la población judía que fue –según la investigación sobre el terreno y los documentos disponibles al día de hoy– masacrada en innumerables ajusticiamientos ya sea en las ciudades o en los bosques aledaños. En el mejor de los casos, los judíos fueron llevados a campos de trabajo o forzados al exilio en países vecinos. Los más afortunados se mudaron antes de que esa parte de la actual Ucrania fuera escenario de la desaparición de comunidades enteras.
Bartov, además de la descripción de los pequeños pueblos que visita, nos ofrece diferentes razones por las cuales la población judía fue purgada, una y otra vez, de Galitzia. Jugó en su contra la desconfianza atávica hacia ese grupo, una obsesión que compartían nazis alemanes, soviéticos, polacos y, lo más trágico de todo, nacionalistas ucranianos que, antes del siglo XX, habían sido vecinos de los judíos. En una historia interminable, Bartov nos narra el exterminio sistemático que, en la actualidad, es desconocido o ignorado a propósito por la población ucraniana.
En el afán de lograr la unidad nacional, Ucrania se encargó de borrar el pasado judío de Galitzia. Sin descendientes que resuciten esa historia y honren la memoria de sus muertos, la memoria deja de estar viva y se convierte en la referencia ambigua en un almanaque. Con suerte habrá especialistas que custodien los últimos papeles. La purga de los judíos en esa región fue una especie de palimpsesto social: familias nuevas llegaron a los antiguos pueblos y casas de los judíos y fueron borrando la historia anterior, superpusieron sus memorias a las de los otros hasta desaparecerlas. No fue, en absoluto, la orden de un dictador que se tuvo que cumplir de la noche a la manaña. Fue un proceso colectivo y gradual que le quitó lo último que le quedaba a las víctimas de las masacres: el recuerdo propio y el que le pertenecía a sus descendientes. Los asesinos, como el lector medianamente informado sabe, fueron convertidos en héroes, el más famoso, Stepán Bandera, ideólogo antisemita ahora incómodo para la élite del país. En un pasaje especialmente chocante, Bartov acude a un museo que rinde homenaje al ejército nacionalista ucraniano. La información que no aparece en las guías de turistas es que el inmueble era el hogar de un rabino anónimo, guía espiritual de una comunidad igualmente anónima gracias a su borramiento.
El libro de Bartov plantea dudas inquietantes sobre la construcción de la historia que, por supuesto, se pueden aplicar en nuestros tiempos. ¿Cómo se recordará, décadas más adelante, el conflicto actual entre Ucrania, Rusia, la OTAN y otros países? Si la memoria de los judíos de Galitzia ha sido, fuera de la documentación existente, exterminada en los pueblos, casas, cementerios, los hechos de nuestros tiempos podrían perder cualquier asomo de veracidad, pues la desinformación o la tecnología aplicada a la propaganda los despojarán de casi cualquier legitimidad. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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