He hablado de mi puto libro y lo seguiré haciendo. Estoy en fase de prostitución total porque quiero difundirlo y venderlo. Quiero dinero en efectivo, quiero amor y veneración. Trabajé tanto en él, puse la fuerza de mi talento (que es infinita) y también mi alma y la disciplina física de un guerrero celta. La mejor cosa que nunca tendrás es una obra maestra, sin fisuras. Y ya pueden venir a atacarme los malparidos mediocres ardidos de toda índole y los subescritores colombianos que vagan por ahí publicando cagarrutas. Se van a encontrar con una roca, ese puto libro es invulnerable. Y ahora les voy a compartir tres fragmentos para que el libro hable por sí mismo (como debe ser). Así tendrán que salir pitando a comprarlo antes que se agote y yo juntaré el dinero para montar mi bar de blues y llenarlos de chicas que me adoren (como debe ser).
Fragmento 1
Odio a la gente, siempre la odié. Odio que aspiren y exhalen, sus previsibles planes y flojas conspiraciones, la certeza que tienen de que el mal y el bien existen, la candidez con que señalan lo normal o anormal y el terror que sienten por lo distinto, lo que no cabe en su mente mezquina. Odio verlos empujar, con expresión de gozo, sus carritos en el supermercado y sentirse orgullosos de ir arrojando dentro todas las chucherías posibles.
Odio sus folletos turísticos, sus livianos sentimientos en promoción constante, su dignidad en rebaja, su obsesión por el clima, el disco rayado de sus diálogos, sus cajitas de cartón con artefactos inútiles y manuales de uso. Odio la insulsa humanidad de que se ufanan, su pegajoso amor lleno de énfasis, de moco, de rutinario y esmirriado apareamiento.
Odio los domingos, siempre los odié, ir a la iglesia era una tortura. Odiaba la actitud de los feligreses, el mecánico sermón del párroco, las caras relucientes, risueñas y libres de pecado de los monaguillos mientras recogían monedas en pequeños recipientes de plástico. Odiaba la falsa contrición que se respiraba allí, lo endeble que eran los buenos propósitos y la aburrida costumbre de darse la mano en señal de paz.
Odio el sabor del chocolate y que a la gente le parezca extraño que lo odie. Odio el entusiasmo que despierta, la supuesta felicidad que transmite, su apariencia inofensiva. Lo odio en barras, en polvo, en forma de corazón. Que se derrita en el calor y endurezca en el frío, que anime a los deprimidos y multiplique los obesos. Odio su omnipresencia, el culto que se le rinde a esa cagarruta de azúcar y cacao.
Odio que ninguno lo desprecie y lo trate como la mierda que es. Si algo amo en mí, son las cosas que no comparto con el resto, mi tenaz resistencia a lo que acepta y disfruta la mayoría. Si algo amo en mí, es lo que odio. El odio tranquiliza mi espíritu y agudiza mis sentidos. Odio mi naturaleza, mi especie, mis rasgos de identidad. Odio lo que reconozco en mí de mí, mis fallas de origen, los nombres que me dieron, mis fallidos suicidios y la incapacidad de adaptarme o desaparecer en el homogéneo pantano de las ilusiones muertas.
Odio el orgullo gay y la apatía heterosexual, las canciones de moda, el jarabe de totumo, las nuevas utopías y los idiotas, los malditos idiotas que creen que el golf es un deporte y amar a la madre algo natural. Soy áspero y gentil, selectivo e insobornable en los afectos. Soy fácil e inalcanzable. No condesciendo a la caridad ni a la conmiseración. Mi generosidad está en el odio. Hay muy pocas cosas en este mundo que no sea capaz de odiar.
Odiaba ir a la escuela, pero aún más regresar a casa. No la sentía mía y no lo era, quería volver a la casita de las afueras en cuyas paredes aprendí a dibujar. En casa de Abi éramos arrimados, ella solía recordárnoslo cuando amanecía de mal genio y todos los putos días amanecía así. Odiaba sentirme atrapado en aquel lugar con Abi respirándome en la nuca. Me sentía un paria y soñaba con ser una serpiente de fuego o una lagartija de acero inoxidable, poder escabullirme por un agujero del techo y entrar en contacto con otra realidad donde seguir odiando.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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