Hace unas semanas murió una de mis gatas. Más allá del natural sentimiento de tristeza reflexioné sobre la palabra “pérdida”. El hecho físico es la muerte, pero ésta se materializa después, cuando compruebas que algo falta en tu proximidad y que no hay nada que pueda suplirlo. La ausencia, entonces, ocurre cada día, cada hora, cada fin de semana. Esto ya me ha pasado, al menos, una vez. Imagino que la muerte es, en realidad, una distancia que intentamos acortar con fotografías y videos. Creamos un limbo que detiene el tiempo, aunque el olvido siempre gana al final. No es un olvido total, por supuesto. Es, más bien, una especie de marea que desbasta la memoria, la hace menos compleja hasta que, libre de detalles, se muestra como un hecho esencial que permanece ajeno al paso de los años. Paul Auster en su libro La invención de la soledad habla de la muerte de su padre y del lento descubrimiento de su ausencia. Porque eso significa la muerte para los que seguimos vivos: un continuo descubrimiento de lo que ya no está, como si la pérdida se desdoblara en distintos niveles o formas. Auster lo comprobó cuando miró los zapatos vacíos de su padre y la ropa colgada en un armario. Ese fue uno de los momentos definitivos de su pérdida. En mi caso, la muerte de mi gata me revela que el tiempo pasó. Los gatos nos engañan porque permanecen, durante gran parte de su vida, con una misma apariencia. Confiamos en que son eternos porque los vemos incólumes hasta que el fin es inevitable. Lo que me arrebató la muerte de mi gata fue, sencillamente, un tiempo. Cuando pienso en ella me remonto a un pasado y a un lugar en mi casa que, ahora, está vacío. Eso tienen los gatos cuando convives con ellos en espacios pequeños: se vuelven una cualidad inmaterial de tu hogar y, después de su muerte, encuentras que le falta sustancia a cualquier cosa que hagas: preparar café, escribir en la computadora, leer un libro, alistarte para ir al trabajo. Porque los gatos son testigos de nuestras vidas y necesitamos esa observación constante no sólo para sentirnos menos solos, sino para vivir interpretando las señales sutiles que nos mandan. Compañera de viaje, mi gata, Felpa, ya no está en el presente ni, tampoco, estará en el futuro –esa materia siempre maleable– . Se ha unido a las cosas que he perdido, pero que ahora están en un lugar lejos del turbulento azar, cercanos a la fortuna y a las historias que han completado su ciclo vital. Desde ahí, nos siguen hablando.
[Foto: Carlos Ortiz]
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