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Lydiette Carrión

La sin casa en el autobús


La primera vez que tomé el autobús en Houston eran las 9 de la mañana. No puedo decir que es la hora más ardiente de este lugar de veranos de olla exprés. La hora más calurosa, según mi propio termostato (en la ropa, el sudor, el agobio de sentir el vapor saturando la piel) es a partir de las tres de la tarde. Pero esperar el autobús sí califica como pequeño infierno. Sobre todo si el transporte pasa sólo cada 20-30 minutos. Abro la aplicación de Metro, el sistema de transporte colectivo de Houston, y (cual mapa de Harry Potter) veo un pequeño autobús verde circulando sobre calles todavía muy lejos de mí.

Es aquí cuando tiene sentido aquel desafortunado tuit, emitido hace unos meses por un estadounidense en el que aseguró que «no wonder» por qué todos los gringos que pueden viven un tiempo en la ciudad de México, ya que es un lugar muy “caminable”. Mis paisanos se le fueron a la yugular. Claro que es caminable si vives en la Condesa, o la Roma, pero si vives en Chimalhuacán, acusaron, no es para nada caminable. Aquella ocasión los usuarios chilangos llenaron twitter de estas imágenes dantescas que hemos sufrido en nuestra ciudad monstruo: el metro a horas pico, las calles inundadas en temporadas de lluvia, la ausencia de banquetas, o que éstas desaparecen a media cuadra, de la nada.

Pero aquí, bajo el calor y la humedad de Houston, esperando un autobús lejano, pienso que aquel nómada digital estadounidense que de seguro sí llegó a la Condesa, aún a pesar de su desconocimiento, o de sus privilegios, sí tenía algo de razón. La ciudad de México es, a pesar de las inundaciones, los terremotos, las banquetas desaparecidas, más caminable que el promedio de las ciudades estadounidenses. Tiene que ver con el trazo y la disposición de las cosas. Acá, excepto en barrios latinos, o en otros muy gentrificados (que empiean a parecerse a la Condesa o la Roma, con la diferencia de que aquí todavía hablan español), no hay una tienda o cafetería, o establecimiento al cual llegar caminando. Np hay forma de decir mientras te llevas al perro a dar la vuelta que vas por un litro de leche, que si alguien quiere algo de la tienda que está en contraesquina. Eso no existe. Todo el trazo de la ciudad y sus innumerables suburbios está pensado para el automóvil, para llegar en un auto particular. Y el transporte público –incluso en una ciudad tan poblada como Houston– es, por decir lo menos, profundamente escaso, inoperante, ineficiente.

Son los espacios, el trazo, la forma en la que se planea. Y cada desarrollo tiene sus pros y contras. Por ejemplo. En mi amada chilangotitlán, hay unos 9 millones 209 mil habitantes, en un territorio de 1495 kilómetros cuadrados. Mientras, Houston tiene una población de 2 millones 305 mil habitantes, distribuidos en un territorio de 1659 kilómetros cuadrados. En otras palabras, la ciudad de México tiene cuatro veces más población en un territorio un poco más pequeño. Estamos más hacinados, encimados, juntitos, pues. Las cosas quedan un poco más cerca, y, ahí sí, hay que reconocer que el sistema de transporte es barato y suficiente. No hablemos de la eficiencia, porque como vimos, está rebasado… «esos ríos de gentes que se forman ahí».

Si agregamos las respectivas áreas metropolitanas de cada urbe, la cosa se complejiza. En “the great Houston”, compuesto por comunidades como Katy, o keityzuela, por la gran cantidad de venezolanos que hay; Woodlands, donde vivne los mexicanos y los gringos ricos; Pasadena, hogar de medio Monterrey; Sugarland; y Pearland; esta enorme área metropolitana alberga a unos 7 millones cien mil personas distribuidas en un área de 21 mil 400 kilómetros aproximadamente.

En total, Houston y Great Houston tiene 10 millones de humanos.

Por su parte, el área metropolitana de la Ciudad de México es el hogar de unos 22 millones de personas, en un área de casi 8 mil kilómetros cuadrados.

La CDMX y su área metropolitana tiene 30 millones de personas.

Donde Houston es extendido, la ciudad de México es condensada: los espacios son más pequeños, los servicios más demandados, pero al mismo tiempo, al menos a nivel de barrios o colonias, es más “caminable”.

Cómo extraño eso de ir a la tienda.

Esto origina dos fenómenos paralelos: por un lado en Houston uno se siente menos agobiado (excepto cuando va en el freeway, ese monstruo de mil pistas amasadas en nudos gordianos que pueden expulsarte a una dimensión de la que no hay regreso, si tomas la salida equivocada). Pero también uno se siente más solo. No hay forma –más que, repito, en unos cuantos barrios, gentrificados o latinos– de salir, caminar a la tiendita, conocer al vecino. Me pregunto si este diseño impersonal, a la medida del automóvil particular, tendrá algo que ver con la epidemia de enfermedades mentales que sufre Estados Unidos. No es que en México no existan otras enfermedades, digo, solo que se presentan otras patologías.

Por fin se acerca la ruta 40 que me llevará a mi nueva escuela. La ruta 40. El costo es barato en dólares (1 dólar 25), pero si traduzco a pesos, me parece un maldito robo. Sobre todo para un transporte que pasa cada 30 minutos. Eso sí, hay aire acondicionado, un free wi fi que de hecho sí funciona (sorry wifi gratuito del metro de la CDMX, pero no sorry), y por lo general hay asientos libres.

A esta hora hay muchas personas sin casa, la gran mayoría afroamericanos. Jóvenes, viejos, mexicanos también. Alguna mujer mexicana que trae las compras del super H-E-B. Pero sobre todo personas sin casa. Por el precio de ese dólar 25 centavos pueden subirse y dar una vuelta por la ciudad de Houston, con aire acondicionado, escapar del terrible y agobiante calor del Sur.

Esa es otra cosa que llama la atención. Me habían dicho que algo impresionante de Houston era la cantidad de personas sin casa que hay. Esto me lo dijo cada mexicano con el que hablé antes de llegar aquí. Y sí, en efecto hay muchas. Pero me da la impresión de que no más que en Ciudad de México. Intuyo –aunque aquí entro al terreno de la elucubración– que para mexicanos de clase media son más visibles porque aquí ponemos atención a ellos y porque se encuentran distribuidos en más lugares de la ciudad. Además algunos de ellos a primera vista no lo parecen, porque, y odio decir esto, pero aquí muchos son como “homeless de primer mundo”. Ojo, no quiero decir con ello que estas personas no sufran, no vivan en situaciones extremas. Baste mencionar uno. He subido al autobús y dos cuadras después se sube un joven de unos 25 años, de rasgos muy finos y agraciados, pero está en los huesos, con la playera en jirones, con las estereotipias típicas de la esquizofrenia. El no poder estarse quieto, luchando con sonidos y voces fantasmagóricos que sólo él conoce y escucha. Aquella enfermedad alguna vez atacó a una persona muy querida para mí. Pienso que mi ser querido, de no haber sido tratado, podría ser este joven, o cualquier otro joven en psicosis que camina en la Ciudad de México, esos que he visto por montones, expuestos a peligros y situaciones inimaginables.

De esas personas perdidas en psicosis hay muchas en México. En lugares más sucios, sin la posibilidad de subirse a este autobús. Pienso en las calles de Artículo 123, o en aquel estacionamiento abandonado detrás de Relaciones Exteriores, que por tantos años albergó un picadero de drogas, de trata, de infancias rotas. Acá a lo lejos, bajo los puentes del freeway (¿ya establecimos que los freeway son monstruos rugientes?) veo otros homeless. Muchachos, algunos de ellos con casas de campaña del walmart, algunos cargando sus cosas… De uno de ellos imaginé su historia al día siguiente.

A las 7 de la mañana, la gente que se sube a la ruta 40 es distinta a la de las 10:00 am o el mediodía. A esta hora no hace calor, incluso algunos llevan un suéter ligero. Hay muchos oficinistas de medio pelo, algunos uniformados, personas que llevan al cuello la tarjeta del autobús. Entre ellos va cada mañana un joven de los puentes. Pero él no se ve perdido y atormentado como el muchacho de la tarde anterior. Él lleva unos shorts deportivos, una playera, unos audífonos enormes y escandalosos, pero intuyo que va al trabajo, porque también trae su tarjeta del transporte público al cuello,. Pero lleva también otras cosas. Una pequeña tienda de campaña que vi en el walmart por 49.90 dólares. Es un joven afroamericano y lo he visto otras dos veces, siempre a la hora de los oficinistas. Se sube siempre en el mismo lugar, a la misma hora, cerca de los puentes, siempre cargando su tienda de campaña. Su mirada es lúcida, pero dura, con esas trazas de la desesperación (que no de la desesperanza). Se baja en el mismo lugar.

Pienso en México. Los lugares que conocí, los migrantes –de Oaxaca, o centroamericanos, o afrolatinos del Caribe que huyen de la miseria extrema– que llegan solos o en pareja, con hijos pequeños, y viven en las calles, el campamento triqui en la colonia Juárez, el edificio de López, las casas tomadas.

No estoy segura de que aquí haya más personas sin hogar. Me echo un clavado a las estadísticas de «personas en situación de calle», las cuales, partamos de que no son confiables. Son como las estadísticas de trata. ¿Cómo hacer un censo de lo oscuro, lo negro? Pero, bueno. Según los últimos censos (de antes de 2020) en CDMX había unas 6 mil 750 personas sin casa, entre individuos que literalmente viven en las calles y los que llegan a albergues. En Houston, según sus propios datos hay unas 3 mil 989 personas sin casa en tres condados. Hay menos, pues.

Con los datos disponibles es difícil saber si hay menos personas sin hogar por cada 100 mil habitantes en una u otra urbe, ya que los datos de Houston uncluyen tres condados, y los de CDMX sólo la Ciudad de México. Pero mientras en Houston las personas en esta situación se concentran en la ciudad de Houston (los suburbios tienen poco de este flagelo), en el área metropolitana de la CDMX la cosa es tremenda.

Así que me pregunto. ¿Por qué a los mexicanos que llegamos a Estados Unidos nos impresiona más ver personas en situación de calle aquí que en México? ¿Será el síndrome del viajero, en el que ponemos más atención a cosas que hemos tenido normalizadas en nuestros países de origen? ¿Será que se nos vende una idea de primer mundo en el que tales dolores no suceden? ¿Será que la población callejera es distinta a la que vemos? Creo que se mezclan tantos factores que esto daría para un análisis etnográfico del mexicano clasemediero promedio en el exterior.

Dicho esto, también creo que se suma que las poblaciones sin casa en ambos países son diferentes, y estas poblaciones se enfrentan de manera diferente a esta violencia.

He llegado a mi destino. Ha sido una hora de camino en el bus, eran 15 minutos en auto, por los freeways. Me bajo, y tras una caminata de 15 minutos, llego completamente empapada en sudor a mi clase, despeinada, con el pelo enloquecido por la humedad, apestosa (no hay desodorante que pueda con esto). Yo misma me pregunto si cuando me ven caminando bajo los puentes para tomar mi bus, con mis bultos en la espalda, y con gruesas gotas rodándome por el cuello… me pregunto si no habrá alguien que piense: “pobre señora, ahí va una sinhogar”.

Y creo que ahorita así me siento… sin hogar. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]


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Este texto también fue publicado en Pie de Página

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