Una de las cosas más bellas de la vida son las cosas que no cambian. Las personas y sus formas de ser. A pesar de la idea romántica que liga la inmovilidad con negatividad, este atributo de la existencia misma no deja de ser encantador. Por ejemplo (y este es uno de mis ejemplos favoritos), los consejos de las abuelas que son reflejo espiritual de su manera de amar. Si ponemos atención nos damos cuenta que las abuelas y sus palabras son una pulsación de la tragedia griega.
Cuando era niño, allá en el pueblo, recuerdo que los actos de osadía como montar un becerro, tirarme al río crecido o jugar con un machete, eran el punto de partida para la ficción. Mi abuela decía: Te vas a cortar con ese machete y luego está oxidado y te vas a infectar, te llevaremos al centro de salud y te van a inyectar, no podrás usar la mano en dos, no, en tres meses.
Me di cuenta que el agua es muy estimulante para la imaginación de las abuelitas, ella me decía: ¡Salte del río, mendigo guache! No ves que está crecido. Te va a llevar el agua, llenará tus pulmones antes de que tu cabeza choque con una piedra y como la corriente es muy rápida tendremos que ir a sacar tu cuerpo hasta abajo. Allá ya no es el Río del Oro si no aguas del Balsas. Está más amplio. Ni en la camioneta te alcanzaremos. Creo que será en la desembocadura del mar. Eso si no nos gana antes un tiburón de esos que esperan los cuerpos de niños que no le hacen caso a sus abuelitas cuando les dicen que no se metan al río crecido.
¡Maldición! Un niño no puede contra ese mundo que se bifurca en las advertencias por más travieso que sea. Mi abuela construía con mucha elegancia y una velocidad sobrehumana (pues no había tiempo para dudas), un destino en el que la tragedia era inminente. De repente, muchas de esas situaciones se convirtieron en una confrontación del espíritu de aventura vs hipotéticas muertes que te dicen: no lo hagas. Una especie de cultura de la tragedia mexicana. A pesar de que más de uno dirá que es una forma psicológica de supervivencia o cualquier otro término clínico, antropológico o social, aquellas advertencias no dejaban de ser un latigazo ensañado contra el mundo imaginario de un niño. No está mal. El amor posee manifestaciones algo rudas, pero no deja de ser el mismo calor que reconforta el alma: las abuelitas (eternas).
Creciendo en esta cuna y acostumbrándote a la ficción en la oralidad de la familia, uno desarrolla secretamente una postura ciscada ante el mundo. Aprendes el delicado arte de la sospecha. Entiendes que la realidad puede ramificarse en cada uno de tus actos. No es cosa menor escuchar las advertencias de las abuelas. Cumplen con una función trascendental. No existen las aventuras con los ojos cerrados, sino negociaciones con la tragedia y el instinto de libertad. Muchos de los clásicos de la literatura guardan entre líneas esta tensión del espíritu humano.
Sin irme tan lejos, en mis últimas lecturas, en su mayoría poesía me recuerdan mucho de lo que he dicho. Los poemas de Brenda Ríos, Antonio Salinas, Ulber Sánchez, Marillen Fonseca, por mencionar algunos (siempre es sano leer a los nuestros), mantienen una mirada de sospecha y asombro. La poética actual se desenvuelve plácidamente sobre un escritorio donde pasa mi abuelita limpiando, mirando de reojo los versos e imaginando ciertos destinos trágicos para variar.
Algunos de los poemarios que he leído, son la imagen de un niño intentando cruzar rápidamente un río con la mano de su abuela en el hombro. No creo que sea una forma de definir la poesía que se hace en Guerrero, o la poesía misma, pero la imagen tiene su encanto. Muchas de las cosas que hacemos diariamente, son gracias a las cosas que no cambian, a la inmovilidad poética de un amor. En este caso de una abuela, figura elemental. Narradora sagaz de lo que pasaría si montas un becerro, y la historia no te deja dormir por tres noches, pues nunca imaginaste hasta dónde era capaz de llegar ese becerro. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
Qué belleza de texto, me reí a mares. Gracias por recordarme esas imágenes-sentencias-maldiciones.