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Las historias atrás de nosotros

Alejandro Badillo

Actualizado: 26 abr 2023


Hay que aprender a vivir con las cosas que no decimos. No son mentiras sino pequeñas confesiones a nosotros mismos que, al menos en mi caso, quedan como remanentes de eventos quizás vergonzosos o que, en su momento, fueron incómodos. Hay una especie de satisfacción cuando decides que nadie sabrá lo que ocurrió en algún momento de tu vida. Hay, también, egolatría al saber que eres el único poseedor de esa información intrascendente para los demás. Estos secretos no nos vuelven locos, como le sucede al asesino sin nombre de El corazón delator, ejemplar cuento de Edgar Allan Poe. En la trama, los policías interrogan al sujeto que ha acabado con el viejo cuya mirada lo trastorna. La normalidad impostada se quiebra con el latido imaginario del corazón. Entonces, llega la paranoia: el homicida se convence del complot y confiesa para que no siga la tortura. Los policías —llevando a la actualidad esta idea— son mecanismos que exponen nuestros secretos —nuestras obsesiones— para eliminar la estabilidad que nos dan en un mundo convertido en una inmensa vitrina. Quizás nosotros comprendemos vagamente la amenaza, pero preferimos refugiarnos en la monotonía de nuestros días. Platicamos creyendo que somos escuchados, como el asesino con sus futuros captores, de nimiedades mientras nos acercamos a la trampa. La resistencia es el silencio.

Recuerdo imágenes convertidas en secretos que no tienen una historia atrás. Nunca las he descrito a nadie porque no resguardan ninguna anécdota. Son asideros para saber que existí en un tiempo. Hay un parque en la Ciudad de México; una colonia con un estacionamiento empedrado y una casa en la esquina que, según recuerdo, parecía el hogar encantado de una dinastía misteriosa cuyos nombres ya he olvidado. Recolecto todas esas cosas e intento darles sentido de vez en cuando. Si las verbalizo quizás sufrirían una transformación paulatina y sin retorno. Perderían su esencia porque tendrían sentido. Los eventos mínimos que no decimos, que no desaparecen por causas que no entendemos, son caóticos. A veces se internan en la ficción. La casa habitada por una dinastía misteriosa no tiene más datos y su capacidad evocadora se basa en texturas y en algunas sensaciones intraducibles a palabras. Si intentara, por ejemplo, describir ese lugar con más palabras tendría que inventar nombres y fechas; tendría que diseñar una exhibición falsa para que la luz entrara en la oscuridad que llena el recuerdo. En esta casa los personajes serían copias exactas del asesino imaginado por Poe: gente hablando sin parar, ofreciendo información banal para que nosotros, sus lectores, nos distraigamos y no pensemos en ellos como asesinos que, minutos antes, han sofocado a sus víctimas. En la historia que bosquejo, la tensión se mantendría justamente por eso: la impostura caminando por una cuerda floja, una palabra que se asoma, con asombro, al vacío. El ojo falsamente ciego del viejo, es el ojo de nosotros que intentamos desbaratar la ficción a través de alguna incoherencia. Por eso la escena es insoportable y es un acto de resistencia, quizás heroico, para los dos bandos. Los secretos que nos guardamos son la última morada y, quizás, en un futuro, puedan revelarse como nuestra verdadera historia, una que defendimos sin saber muy bien por qué. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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