Leer entre líneas
- Vanessa Hernández
- 30 jun
- 5 Min. de lectura

Hubo un tiempo que apenas recuerdo, que me enamoré tanto y con tanto, que lo primero que escribí en mi libreta del buró, una mañana al despertar, fue: Hoy amanecí Tobías. Digo otro nombre para no nombrar a aquél a quien enterré y, para fortuna mía y de los amigos que escucharon mi alegato de la pérdida, ya he dejado de amar. Recuerdo otras cosas de aquella era llamada así: Tobías. Recuerdo también por qué escribí lo que escribí aquella mañana. Había llegado, cerrado el ciclo del enamoramiento en su totalidad, había alcanzado el absoluto y, por tanto, la pérdida de toda identidad propia. Había dejado de ser yo para ser él. Ese Tobías que tiene otro nombre y que, cuando todo entre nosotros se rompió, me obligué, por mi propio bien, a no nombrarlo, a no citar aquellas vocales y consonantes tan malditas como bellas.
¿Pero entonces? ¿En qué me convertía yo si ya no era él? ¿Qué era yo si Tobías había demandado la potestad de su nombre? Para mi fortuna, llegó la pandemia y hubo que preocuparse por otras vainas, menesteres que iban desde la supervivencia hasta las tres comidas diarias de mis gatos, ya no digo las mías. Uno siempre quiere que el otro coma bien. Si tienes gatos, el propósito además se vuelve una hipérbole: no sólo se trata de que coman, sino de que les guste lo que coman.
Pero volvamos a Tobías. De aquella época, que fue la peor en mis últimos diez años de vida, vinieron cosas buenas: primero un libro de cuentos y luego novelas que han tenido lo que, en mis mejores tiempos —con “tiempos” hablo de salud mental— no habría logrado. Concluyo: estaba hecha polvo y escribí como no lo había hecho antes. Con el corazón. Y yo sé que eso suena a cliché, pero no hay de otra forma de nombrar lo que tiene vísceras, entrañas, vaya. Y no, no recordaba lo que había sobrevivido hasta que leí Resistir y los ojos se me llenaron de lágrimas y recordé lo que creí que había olvidado, lo que pensé que había sanado, lo que dije: es sólo memoria. Y, sin embargo, ahí estaba yo, diez años después, gozando las líneas de Resistir (Editorial Praxis, 2025), que Citlali Guerrero (Copala, Guerrero, 1971) había escrito porque su dolor —y hay que aclarar que cada dolor es único— era súbitamente una precisión del alma.
¿Qué busca uno en un poema cuando lo lee? Encontrarse, supongo. Hallar ciertas raíces que uno reconozca propias. Que, como tentáculos, lo alcancen a uno y lo arrastren a ese lugar del inframundo mismo donde uno ha muerto alguna vez en su vida. Siempre —y esto también me lo recordó Resistir— he sentido más cercana la muerte que la vida. No lo sé. No apoyo el victimismo, pero decir que no he fantaseado con la muerte sería hipócrita, y yo, como siempre lo he dicho: no vengo aquí a mentir. No tuve la dicha de ser poeta, de leer los signos de la melancolía como Citlali lo ha hecho y hace con ellos libros que, como éste, se vuelven algo que uno lee más que con los ojos: con los recuerdos; con el cuerpo que ha tocado esos mismos páramos de la fatalidad. El que se sienta libre de melancolía, que arroje la primera piedra. Y que se largue.
Puedo ver que nadie ha abandonado su silla, qué remedio. Somos hermanos de sal, de lágrimas, para que le quede claro al que duda. Hay que sentarse, lo recomiendo. Leer Resistir como se leen esas heridas expuestas que se trabajan de a poco. Empezar desde arriba antes de alcanzar los lugares donde la herida ha encontrado su propia belleza. Los poemas de Citlali son osados, revientan una intimidad tan desgastante como necesaria. No sólo ha sido escribir desde la razón, sino desde la turbación, desde lo roto. Estamos rotos. Eso me lo dijo el maestro zen con quien tomé un periplo de terapia:“Vivimos rotos, Vanessa, sólo que no vamos por la vida diciéndole a la gente: mira, acá empiezan mis costuras y terminan acá, debajo del ombligo, aunque luego siguen allá, detrás de la rodilla. En esa corva preciosa todavía está el nombre de mi pérdida”.
Así es la poesía: la genuina, la que se ha formado de los retazos que ha sido uno. Corpórea, lírica, llena de lateralidad. Sin trucos, sólo verdad. Unos preciosos despojos del cuerpo que nos ha dejado para habitar, probablemente —no lo sé— en otro cuerpo con mejores condiciones. No lo sé. Jamás me ha gustado ver en las otras a mi enemiga; como dice Florence Welch, letrista y voz principal de Florence and the Machine:“Jamás creí que mi asesino viniera de adentro”.Lo que nos mata es lo que antes nos dio forma; ese amor del que antes tuve potestad absoluta y hoy tengo que matar para poder vivir. También se mata el amor. Cito a Citlali:
“Dejemos descansar al amor, que tantos crímenes de odio ha cometido”.
La estética de Citlali Guerrero se organiza bajo el despojo y la amplificación. Ama su cuerpo porque es suyo, ama su pérdida porque es suya, ama su recuerdo porque lo ha vivido. La forma de Resistir es un camino de una sola vía. No, no hay vuelta de retorno; se ha empezado la ruta para no romperla, para llegar hasta las últimas consecuencias, que es para mí el estado ideal del poema: últimas consecuencias.
Resistir es un libro que habla también de la presencia de los muertos. Digo “muertos”, pero lo que quiero decir es: de aquellos que matamos para poder vivir. Citlali Guerrero da carnalidad a su registro, a su pérdida —que, como dije antes, es una pérdida familiar—; nombra los lugares que visitamos en esa ruta imaginaria que va de abajo hacia arriba —un rizoma, para los entendidos—, que a veces también es de arriba hacia abajo. Se deduce: ninguna cura es lineal. Se está tan arriba como en la mierda; se está tan abajo, tan en la nada, como en la cúspide, donde la supervivencia es un lugar compartido desde donde los dioses nos miran burlones.¿Ah, es que todavía no mueres?
¿Qué decir? Amar es un poco estar del lado de la muerte. Sólo cuando he estado enferma he sentido mi cuerpo. Sólo cuando leí Resistir fui consciente de que me había curado, de que, por fin, Tobías ya no podía tocarme con sus memorias. Cito:
“La tristeza no es sólo un asunto de cobardes”.
Hay que aceptar que no siempre se leen entrañas en los versos, que a veces lo que leemos tiene maquillaje; un poco el filtro que le ponemos a las fotos en Instagram porque la imperfección nos asusta, nos vulnera, nos lleva al lugar donde —dijera Freud— yacen todos nuestros demonios, el dichoso cuarto donde arrumbamos lo que no queremos que nadie vea, empezando por nosotros. No entendemos que son esas imperfecciones, ese iracundo cuarto lleno de pestilencia, en su total aceptación, lo que nos da poder. Por esto, claro, es que no todos los libros son poderosos. Y no hablo sólo de poesía. Pero existe, para nuestra fortuna, cada cierto tiempo, un libro que nos lleva de la mano a ese lugar debajo de la alfombra donde, además de sacudirnos, se nos revela la tremenda fuerza que nos reviste. Cito:
“Lo que se queda al margen de la historia resiste en nuestro cuerpo, de pronto en la sombra de su brillo, palomas muertas, un algo de no estar siempre entre nosotros”.
Resistir es un libro de poemas dedicado al ritmo. Se siente, a través de sus versos libres, una intención prosaica, de narración. La poesía de Citlali Guerrero, en todas las etapas del libro, perfila rasgos en común: no hay victimismo, aunque hay dolor; no hay revancha, aunque hay motivos; no hay muerte, aunque hay un asesino. ¿Múltiple?
Mientras en el cuerpo del poema todo sucede en un frenesí, adentro, en el alma del mismo poema, hay una lentitud de armonía. Se contempla una precisión que sustenta una verdad irrevocable: se puede morir sin morir.Doy fe, como los presentes, que hay vida más allá de la muerte, para bien o para mal. ⚅
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[Foto: Carlos Ortiz]
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