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José Agustín Solórzano

Leer o no leer. ¿Es ésa la cuestión?




¿Qué dicen las estadísticas sobre la lectura? Nada. ¿A qué invitan las campañas en pro de la lectura? A nada. ¿De qué habla que la cantidad de escritores esté aumentando exponencialmente, al grado que la creación literaria busque la profesionalización en las universidades? De nada.

¿Quién lee?, ¿qué lee?, ¿cuándo lee y cómo lee? A nadie le importa. Queremos números, cantidades. El índice de lectura y escritura se ha vuelto como contar chícharos, llenar el carro del supermercado y comer frutas y verduras. Leer es bueno para la salud, pero hay que combinarlo con ejercicio y una buena dieta; evitar las lecturas pesadas y altas en decodificación. Tal vez lo mejor será que empecemos a leer como vamos a bailar o a ver el futbol. Una diversión, un amenizar la vida que a fin de cuentas está hecha para trabajar y ganar dinero. ¿Y el dinero para qué? “Perder el tiempo en hacer dinero, para gastarlo en perder el tiempo (Zaid)”[1]. No más.

La lectura es parte de la dinámica del consumo. Y no, no es algo nuevo. El libro es un artículo de decoración (intelectual o espacial) desde los griegos y hasta hoy. Dice más —socialmente— tener libros, que realmente haberlos leído. Leemos, dicen, para conocer más, cuando realmente lo hacemos por vanidad; aun si los leemos, el conocimiento es pura gana de molestar a los demás (Dalton) [2]. Nuestras lecturas, si acaso, nos permiten el caparazón del intelecto respaldado, leemos para citar en las fiestas, en las conversaciones, en las asambleas, en los congresos, en las columnas de opinión. “Un día está uno tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: ¡Qué inteligente eres!, y el mal está hecho.” [3] Monterroso era un erudito, pero no necesitaba que alguien fuera a casa a decírselo, tal vez por eso prefería a las moscas.

Quien se acerca al libro como a un museo es probable que salga de él sin haberle provocado un rasguño. No, hay que habitarlo, descomponerlo. El libro como decoración transforma un espacio, pero el lector real debe transformar su contexto en la medida en que se ve transformado. La manera de leer que más se aleja de los convencionalismos, la más fructífera —precisamente por su vacuidad—, es la que no busca ni vanidad, ni conocimiento, aquella que se realiza por el simple placer de ser y hacer legible el mundo.

La famosa frase de Hamlet —que pocos hemos leído y muchos hemos escuchado—, “ser o no ser, ésa es la cuestión”, podría servirnos aquí como analogía. La lectura que proponen los medios de comunicación, la lectura convencional nos invita al estar, a esa permanencia de la cultura como una estructura inamovible —adorna la casa, no la cambies—. La verdadera lectura se asemeja a ese ser del soliloquio de Hamlet. Ser es reinventarse a cada momento, quien es no permanece quieto, se mueve y en ese moverse tambalea al mundo: lo reconfigura. ¿Somos el mundo que habitamos o estamos en el mundo? Leer, verdaderamente leer, nos permite la comunión con la realidad, que es nuestra porque la hemos inventado. Mientras que el leer/estar nos deja en una condición aletargada de permanecer en un mundo que no nos pertenece.

“Morir; dormir, ¿dormir? ¡Soñar acaso!/ ¡Ah!, la rémora es ésa; pues qué sueños/ podrán ser los que acaso sobrevengan/ en el dormir profundo de la muerte”[4]. Leemos como somos, con la conciencia de que moriremos, de que cualquier acumulación será en vano. El que lee pensando en la permanencia del conocimiento olvida la vacuidad de la vida, la banalidad del lector.

Si leemos estos versos de Shakespeare todavía, es porque él murió, pero Hamlet está vivo y sigue siendo. ⚅

[Foto: Vanessa Hernández]





________

1. ZAID, Gabriel (1985). La poesía en la práctica. México: FCE-SEP, p.49.

2. DALTON, Roque (2005). Un libro levemente odioso. San Salvador: UCA Editores, p. 74.

3. MONTERROSO, Augusto (2001). La brevedad. México: SEP, p. 80

4. SHAKESPEARE, William (2013). Hamlet y Macbeth. México: Universidad Veracruzana, pp. 97,98.

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