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Los árboles de mi infancia

Ricardo del Carmen

Me recordó a mi padre. Esas mañanas frescas del pueblo con las nubes estancadas en las montañas, caminando hacia la sierra para cortar árboles. Había que pedir permiso al comisariado quien llevaba una especie de control sobre los árboles talados. Cruzábamos arroyos cristalinos por caminos amplios que en un principio fuero carreteras rumbo a El Chorro: una cascada enorme que llenaba tubos de asbesto que traían al agua hacia Acapulco. En su camino respiraban en cajas enormes en las que relinchaban caballos briosos de agua. Esos caminos estaban cubiertos por la fronda de árboles más viejos que todos nosotros. Debajo de ellos, en las faldas de los cerros, crecía el café que se cortaría en el periodo de lluvias. Más adelante, un camino estrecho lleno de piedras, encinos amarillos, negros de agua. El encino es uno de los mejores árboles para la leña. Pocas veces tendrá la rectitud de un pino, pero también es el mejor árbol para las soleras y los tirantes de nuestras casitas de teja. Papá me mostraba las cortezas de los árboles caídos y luego los miraba magníficos sobre la tierra. El viento los mecía a todos. Aparecían palmeras y cicadas de una vida indescifrable. No sabía entonces el tiempo que requieren para crecer como un árbol y el valor que alcanza toda esa belleza acumulada. Arriba de la falda del cerro los pinos, ocotes enormes, antiguos, imposibles de abrazar, altos hasta el cielo; los árboles más grandes que he visto en mi vida. El viento silbando entre las hojas, papá calculando la caída. Se hace un corte en el tronco en el lado que quieres que el árbol caiga. Cuida del viento y las otras ramas. Encima haces otro corte perpendicular como si fueras a sacar una cuña. El tercer corte se hace en el lado contrario, al mismo nivel del primero. Los cortes no se juntarán. Antes de que eso pase, el peso del árbol lo llevará a la tierra. No aserrábamos los árboles pronto, habría que dejarlos secar. Según la creencia, el árbol debe cortarse en luna menguante para que la madera aguante más. Eso se cree aquí y en Noruega. Meses después volvíamos al árbol caído y comenzaba el corte de la madera. Primero los troncos de tres metros, cuadrarlo quitándole las orilleras. La cama de aserrado se armaba con postes y polines, luego se marcaban las líneas con un cordón bañado en aceite quemado para sacar las tablas, fajillas, barrotes. Durante muchos años, la madera nos dio de comer. Me gustaba el olor de los ocotes verdes, la gasolina quemada. Comer bolillos con miel y agua porque tampoco alcazaba para tanto. Al final de la jornada, cargar a los caballos y los burros y correr tras ellos cuando la madera los apretaba y se aventaban descarriados por los caminos llenos de polvo. Sé de algunos árboles curativos, por sus frutos, su corteza o sus raíces. Los que son buenos para la leña, los bojos, los que habría que sembrar para marcar la parcela. Tengo en mi memoria el olor de los mangos, nanches y tamarindos en plena floración. Eso, y la idea que tengo de que Dios es un árbol, me genera cierta afición por ellos. Esa tarde, le pregunté a mi papá dónde estaba Dios, él me dijo que mirara a mi alrededor y ahí estaba Dios. Recuerdo entonces un mango imponente frente a mí, árboles de pumarrosa, mango panameño —el favorito de mi mamá— y los tamarindos. Así que esto es Dios, dije. Y los árboles se imprimieron en mi cabeza para siempre. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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