
Los estados melancólicos han llamado insistentemente la atención de los estudiosos del alma, sin embargo, siguen siendo una afección difícil de clasificar.
La melancolía suscitó importante interés en los psiquiatras alienistas franceses del siglo XIX, Émile Ésquirol le llamaba “lipemanía” (lype: tristeza) o “monomanía triste”, en lugar de “melancolía” que era, dice, más cercano de los poetas y los moralistas. Desde entonces se hace de la melancolía una identidad inespecífica que ha sido vista como una depresión agravada, hasta prácticamente desaparecer de las clasificaciones de la siquiatría que recomienda ubicarle como “síndrome somático” de acuerdo con el ICD-10.
La historia de la melancolía en el campo de la ciencia remite a la tradición de la psiquiatría francesa, para quien la melancolía no era otra cosa que la conciencia del estado del cuerpo; la afección también nos remite a una tradición más rica por el lado de la psiquiatría alemana, que observa en ella un movimiento helicoiteral, es decir, de “pensamiento sobre el pensamiento”.
Una lectura distinta de esta pasión del alma se hace desde el psicoanálisis que reconoce el terreno pantanoso en que se mueve esta pasión del alma consagrada por Aristóteles a Saturno, el dios de la tristeza. El interés de Sigmund Freud por la melancolía le lleva a pensarla como un “vaciamiento del yo”, se trata, dice en 1924, de una “neurosis narcisistas”. En las cartas a su amigo Fliess le mencionaba su interés por esa gran excitación síquica propia del enfermo melancólico, que parece abrumarlo a tal punto que termina por cavar una especie de agujero en el siquismo, por el cual se derrama y se pierde sin cesar la energía sexual síquica; en otras palabras, la libido.
Coincidiendo con esta apreciación, es llamativo el estado de postración típico del enfermo melancólico y la inhibición generalizada que él indica. La expresión de “anestesia síquica” parece ser acertada para calificar la apatía a la que parece resignado el enfermo. A diferencia del sujeto depresivo, el melancólico no intenta siquiera aliviar su sufrimiento, se ve sumido en el mutismo, como si estuviera marcado por una oscura fatalidad. Convencido de lo inevitable de su mal, ofrece un discurso que lo explica centrado en una lógica puramente formal, sin que se transparenten las representaciones o los afectos correspondientes. Este modo de razonamiento circular refuerza en el plano del discurso la imagen del agujero característica de la melancolía, como en remolino.
El melancólico vive en un estado de duelo perpetuo; desde ahí, el sujeto se hunde en una apatía mórbida que le hace repetir las mismas declaraciones fatalistas con una voz neutra, sin ninguna entonación particular. El tenor general de sus dichos con frecuencia desenmascaran lo ilusorio y no reclaman una refutación; al subrayar el sinsentido inherente a la vida, cree en el destino que le habría legado esa verdad mortífera al designarle de tal modo un lugar de excepción. Se advierte que en esta posición se anudan sufrimiento y goce.
Para retomar la afirmación freudiana, se ha acercado demasiado a esa verdad que enferma, que echa por tierra la falsa seguridad de la identidad al denunciar la naturaleza ilusoria del yo. El sicoanalista francés Jacques Lacan subraya la identificación con la nada de los melancólicos que explicaría la forma frecuente de los suicidios melancólicos por defenestración.
El sujeto melancólico no se ha entregado jamás a la ilusión de la vida, por tanto, vive una realidad desvitalizada. Víctima de traiciones sucesivas, continúa viviendo bajo el golpe de una catástrofe, cuyos efectos de ruptura anticipa. Su vida y destino se juegan en una disyuntiva absoluta: el ideal o la muerte. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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