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Roxana Cortés

Mujer que viaja de incógnito*


Lo confieso: estoy obsesionada con las imágenes, no sólo en un sentido teórico sino cotidiano. Amo capturar los momentos insignificantes, los detalles banales; por ello, viajar para mí ha sido un ejercicio de erotismo. He cedido ante el deseo por observar. Ver más, mirar nuevamente, porque aún en la torpeza o en la lucidez nunca se observa lo mismo. Bajo la luz de la autocrítica me considero más voyerista que académica, más idealista que escritora: necesito sustraer fragmentos del tiempo y del espacio porque mi memoria falla y se confunde, busca incendios en lugar de armonía.

En algún libro Derrida refiere que un texto “esconde”, a la primera mirada, la ley de su composición y la regla de su juego: sólo se constituye como algo vivo tras la serie de decisiones que hacemos en cada lectura. Pienso que con las imágenes sucede algo similar. La imagen suele ser una luciérnaga, luz intermitente y frágil, un accidente momentáneo de aparición y desaparición incesante. La imagen necesita que le (re)otorgemos vitalidad, requiere de nuestra visita frecuente. Esto me ha orientado a la creación de una especie de atlas de viaje, un archivo visual donde acomodo fragmentos, golpes latentes: no lo trato como una suspensión contemplativa sino como una constelación que me permite observar el suceder de mi historia, donde puedo imaginar y proyectarla hacia lo probable. Mi atlas puede ser subjetivo mas no es fatuo: es cierto, ahí donde está mi mirada soy transparente, pero las imágenes tienen más memoria y porvenir que quien las crea u observa.


El viaje, la mirada

Los últimos meses he estado en países donde, de su idioma, sé poco o nada. Mi punto de movimiento: Florencia. En Europa he aprendido a rendirme ante la pesadez del equívoco, mis errores de pronunciación, la escasez de mi vocabulario o la confusión entre la jerga, lo coloquial y aquello que aprendí en libros. Cada error se ha resbalado por mi lengua hasta considerarlo un cosquilleo, un recordatorio de que mi casa es el español. No decaigo, soy un transeúnte en búsqueda de una vía, un modo de entretejer otro “método” de comunicación. Siento que he otorgado esta vía a la mirada, porque los procesos que estructuran mi experiencia no se configuran sólo desde la palabra, y ahí donde mi lengua yerra, puedo (re)aprender a mirar.

En mi atlas de viaje inscribo la mirada, y eso que formo con ella, las imágenes, como “esbozo” o “ensayo” del habla. Sí, estoy inmersa en otros territorios, abierta a las posibilidades de aprendizaje a través de otras formas de observar; de entrenar mis sentidos con los estímulos de la novedad y el descubrimiento, pero a su vez ponerlos en crisis con mi pasado. Estas posibilidades se fundan en lo cotidiano. Por ejemplo, en Italia he visitado algunos espacios museísticos con fines de investigación. Una tarde lluviosa asistí con una colega alemana a la Galería Uffizi. Mientras caminábamos por el Corredor Oeste, ella me explicó la diferencia entre el mármol de Rodas y el de Luni, después se detuvo frente al Laocoonte durante unos quince minutos. No es la primera vez que estamos frente a esta obra, tampoco es la del periodo helenístico, pero recuerdo que esa tarde me miró mientras decía: “es una réplica, ¿no?, pero qué réplica. Aquí, si la miras de frente, su composición es piramidal, pero vamos detrás”. Empecé a seguir su mirada que, a su vez, se desplazaba al ritmo de las dos serpientes marinas que envuelven a los tres cuerpos y conforman la escultura. Moví mi mirada de un lado a otro, con ella, de forma curva, recorriendo esa fuerza, esa reunión entre lo cóncavo y lo convexo. Le respondí, “claro, entiendo, bueno, lo siento”. Y en esta complicidad me hallé conjeturando que es posible habitar zonas donde la mirada ocupa el lugar central, donde ella opera como un sitio inmediato e íntimo que logra un puente de comprensión con los otros.


El cuerpo, el agua

En este viaje he cohabitado entre dos husos horarios: aquí es casi medianoche mientras que en Acapulco se filtran las primeras luces en el horizonte. Suelo conversar con un hombre que me envía imágenes de su amanecer próximo al Pacífico. Cuando las observo siento que toco el mar, que lo percibo en mi cuerpo. Yo respondo con instantáneas de los sitios que visito, y así, entre mirada y mirada, entretejemos nuestro lenguaje. Gracias a esta correspondencia he descubierto mi vínculo con el agua, con el fluir constante de lo observado y quien observa: entre mi cuerpo, la imagen y la imaginación.

Este vínculo incita al desapego: como lectora de Teoría Estética admito mi desvinculación con las imágenes. Sólo a través de otros ojos pueden continuar latiendo, aunque esto también significa que algunas sean arrojadas a la deriva o al devenir. En este tono, mi relación con el agua no ha sido nostálgica ni aprensiva sino latente y libre. Quizá porque nací en Acapulco, mas no en el Acapulco del mar sino en uno de ríos y lagunas. Nací en Tuncingo, un pueblo que inicia en un puente que cruza el río La Sabana y es tan breve que se puede recorrer a pie en quince minutos. Mi memoria encarnada de la infancia ha conferido que observar el horizonte en el mar Balear, el Tirreno o el golfo Sarónico no me conmueva tanto como caminar por las orillas del río Arno, el Tíber o el Sena. En mi viaje me he (re)descubierto en el agua, ella ha penetrado mi experiencia y me ha revitalizado, pero no tanto por la inmensidad oceánica sino por la simplicidad de las corrientes que desembocan en la mar.


El viaje, el deseo

Vuelvo al sentido erótico del viaje, a mi viaje como un ejercicio de deseo. Cuando estudié Filosofía leí una serie de conferencias de Lyotard donde proponía colocar un acento ya no en la interrogante “¿qué es?”, sino en “¿por qué filosofar?”. Lo que me conduce a esta memoria es su respuesta, resumida a mala gana como una rabieta: filosofamos porque nos dejamos llevar por el deseo, porque en filosofía hay philein, amor, estar enamorado, desear. Esta noción afrancesada suele irritar a algunos amigos italianos. Mi compañero florentino me dice, “dolce far niente, no hables de esos temas, vamos por un gelato, un vino”. Y supongo que comprender el deseo como un movimiento de quien “va hacia lo otro como lo que le falta a sí mismo” parece ser incompatible con su cotidianidad. Él tiende a la realización: acción deliberada y maravillosa del goce de su aquí y ahora. “Disfrutar es también padecer, digo, al menos, por momentos”, pero responde, “non avevo capito niente, Roxana”, y es verdad, tampoco yo he entendido nada.

Aquí me permito contener mi arrojo analítico: después de este tropiezo (y algunos gelatos) pienso en el deseo como una apuesta no por la verdad sino por la interrogante, una búsqueda no por el centro sino por sus intersticios. Mi viaje es entonces un ejercicio de deseo porque prefiero andar por senderos laberínticos que dirigirme hacia un destino seguro, concreto. Porque sólo en los caminos abiertos a la incertidumbre se pueden obturar esos accidentes de aparición y desaparición incesante que son las imágenes; y, a pesar de mi ingenuidad, puedo construir con ellas mi modo —que es otro modo, entre los muchos— de mirar.

Se dice que Eros fue engendrado el mismo día en que Afrodita, y pienso que quizá fue así porque el deseo y lo deseable no pueden desvincularse. Creo, con Jung, que Eros no refiere al sexo sino a estar vinculado; que lo importante es que una mirada responda a la otra, y mueva así no tanto al intelecto como a la imaginación. Quizá algún día aprenda cómo compartir no sólo las imágenes que resguardo en mi atlas de viaje sino mi deseo pulsante por las imágenes, mi deseo por ver: mi más profunda necesidad por vincularme con los otros. ⚅

[Foto: Gonzalo Pérez]


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*El título, a propósito de un óleo de Leonora Carrington, La artista viaja de incógnito (1949), donde aparece una mujer con cinco ojos, ataviada en un vestido colosal que sujeta una sombrilla con su mano derecha y un loro enjaulado con la izquierda. Observo esta pintura y pienso en el intento absurdo por pasar desapercibida o de incógnito cuando soy extranjera o una turista más. Pienso en mi pulsión por habitar genuinamente este lado del mundo como si fuese un hilo atravesando el ojo de una aguja: lo absurdo de observar sin pretensiones; de acomodarme, pues, con gracia.

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