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Geovani de la Rosa

No hay para dónde correr

El huracán John dejó bajó el agua y la tierra a las costas de Guerrero y de Oaxaca. Los últimos días, quienes vivimos lejos de nuestros territorios natales hemos visto imágenes de taludes venidos abajo, ríos secos resucitados hasta el desbordamiento, zonas habitacionales y vías urbanas completamente inundadas y carreteras recién renovadas, como la Federal 200 que cruza el Pacífico suroeste, destruidas en algunos tramos. Las lluvias intensas de varios días afectaron por igual a las urbes como a las comunidades rurales. Por supuesto que Acapulco es el que más reluce en medio de la tragedia y el desastre, sobre todo por la cantidad de personas damnificadas que en cuestión de horas vieron inundarse o venirse abajo sus casas.

Por muchos son conocidas las historias de especulación inmobiliaria que llevaron a cabo grupos con poder político y económico en el Acapulco Diamante y la zona de Llano Largo desde la década de los 80, y que aún no termina. Quizás algunos ya olvidaron la publicidad oficial de acceso a la vivienda con la que el Estado mexicano levantó Ciudad Renacimiento y su colonia espejo Emiliano Zapata al lado de un gran río y clausurando arroyos como si fuera eso posible. La ambición de unos cuantos arrasó con un extenso territorio lagunar, de manglar, humedales, con arroyos y ríos que en cada temporal incrementan su cauce y el agua se estaciona en esas zonas.

No puedo hablar de lo que sucedió en el Acapulco de la última década porque no he vivido allí desde 2013, más allá de decir que se volvió una urbe compleja y con problemas colectivos sobre los que nadie ha puesto atención. Pero sí puedo hablar del Acapulco popular y sobrehabitado, donde hoy no cabe una casa más y aún así levantan más casas y edificios, que empezó a gestarse en la década de los 80. El Acapulco del paracaidismo ilegal sobre los cerros, donde levantaron casas de cartón, hoy de material, sobre rocas que se vienen abajo cada que se reblandece la ladera.

En ese Acapulco crecí. Muchas veces subí de la mano de mi madre y mi hermano esas laderas entre senderos improvisados y escaleras de llantas viejas, calles aún de terracería recién abiertas y lomitas tasajeadas a diestra y siniestra. Es el Acapulco que está sobre las faldas de la Sierra Madre del Sur y da una vista hermosa hacia Santa Lucía.

No olvido cada temporada de lluvias los avisos para que quienes vivían ahí salieran de sus casas porque corrían peligro. El huracán Paulina mejoró la cultura de protección civil en el puerto, pero hace varios lustros se dejó de cultivar el oficio de la prevención y el cuidado de las vidas de las personas, volviéndose una cultura de reacción cuando ya se tiene el agua al cuello o el viento se llevó el techo.

Ante este panorama sombrío lleno de agua y lodo, leo que algunas personas se plantean seriamente irse de Acapulco; así como huyeron gentes de clase alta y media cuando se dispararon los niveles de violencia. Lamento decir que para nosotros los pobres no hay para dónde correr mientras la naturaleza da sus primeros mensajes feroces del futuro que nos espera con el ya trillado cambio climático.

La realidad es que Acapulco está bajo el agua y entre cerros desmoronados. Una alternativa era migrar hacia las zonas rurales, los pueblitos, regresar al territorio originario de muchas personas (yo que me sueño fundando una ecoaldea en un rincón de la Costa Chica). Miremos alrededor. Las comunidades, desde la Costa Grande hasta la frontera con Centroamérica, están bajo el agua, sin techos, en emergencia. También fueron severamente afectadas por este último huracán; todas las regiones de Guerrero están sitiadas por el agua.

¿Migrar a una mejor ciudad? ¿Qué ciudad de nuestro país es verdaderamente humana con las clases bajas? Podrán tener mejores hospitales, mejores servicios públicos, mejores escuelas, como la Ciudad de México o Monterrey o Guadalajara, pero también se inundan con las lluvias. No hay agua durante la mayor parte del año y no son amables con la gente de bajos recursos, con los obreros y trabajadores que viven al día.

En las ciudades destaca el desempleo y los salarios paupérrimos; para colmo el valor de la vivienda es incosteable. Dejemos de romantizar las ciudades, porque son lugares de precariedad e inhumanidad. Este país, seguramente todos los países del mundo, regidos por la economía de mercado, de consumo y el capitalismo, no fueron construidos para el bienestar de la mayoría, sino para el beneficio de unos cuantos.

Esta aseveración me lleva a una respuesta que muchas personas organizadas plantean de un tiempo a la fecha: es momento de reinventar nuestras formas de vida colectiva, llámese comunidad, tribu, ejido, sociedad o como se quiera. Es momento de crear formas de vida colectiva amables con las personas; principalmente con quienes menos tienen, siempre poniendo a la par el cuidado de la naturaleza que nos rodea, generando lazos de empatía y cooperación bajo los que se forjen lugares, colonias, rincones, pueblos y ciudades, de verdadero bienestar, hacer germinar vidas dignas basadas en mejores hogares, trabajos, educación, acceso a la salud y a la recreación.

Estamos en la época de los fenómenos climáticos devastadores, la cual se va a ensañar con las clases bajas y necesitamos crear redes de ayuda, protección y cooperación para poder sobrevivir. Hace casi un año era únicamente Acapulco. Hoy el dañó está en todo el estado de Guerrero y la Costa de Oaxaca, territorios de pobreza y marginalidad, territorios ricos en naturaleza, territorios donde las personas históricamente han luchado por construir futuros mejores, son gente trabajadora (más allá de la bizarría en busca de likes al difundir la rapiña).

Son personas que defienden lo que les da sustento; pero, malhaya sea, son lugares anegados y controlados por terratenientes y neocolonialistas obsesionados por multiplicar sus capitales, sus hectáreas de tierra, sus negocios que explotan a las personas y dañan el simbolismo, la percepción y la dinámica socionatural del lugar que les rodea. No hay para dónde correr, es cierto, sin embargo, podemos empezar a caminar hacia nuestras esquinas, junto a las pocas o muchas personas que nos son cercanas, para cambiar nuestra realidad colectiva con lo que tengamos a la mano, con nuestras creencias, con nuestra fe, con nuestros sueños, con nuestros cuerpos, poner lo que tengamos a la mano para dar un viraje a esta cíclica dinámica de tragedia y apocalipsis que lastima emocional, material y físicamente a muchas personas. A la mayoría de las personas. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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