Demócrito de Abdera, el mayor filósofo materialista de la antigua Grecia, advertía en su Gran Diacosmos que conocer la verdad de cada cosa era un enigma, así que debíamos asumirnos separados de la realidad. Abrevando de los taumaturgos y sabios caldeos, el considerado como la primera inteligencia polímata introdujo en el pensamiento presocrático la existencia del vacío; sin éste, indicaba, resulta imposible afirmar el movimiento [agregación y separación de los átomos/universo].
Para la ciencia no empírica, la realidad circundante es creada por nosotros mismos, pues se construye, de acuerdo con Colin Blakemore, a partir de las neuronas; es decir, éstas “presentan argumentos al cerebro basados en las características específicas que detectan en el mundo exterior. Argumentos con los que el cerebro construye la hipótesis de la percepción”.
Por lo tanto, confrontando ambas tesis, la realidad existe pero es subjetiva o, para no contradecir a los cientificistas, “objetiva humana”: una realidad compartida por todos los individuos y, por ende, posible de análisis y dable para la generación de conocimiento fáctico. “El pensamiento humano no descubre el universo, sino que lo construye”, enunció Ortega y Gasset.
No obstante, nuestro conocimiento no lame siquiera lo absoluto; nada lo es, se afirma con impotencia categórica. Y con la nada tiene relación la aritmética. El sistema decimal moderno se le adjudica a la cultura hindú; una datación arqueológica del siglo XX disipó dudas: el cero nació en la India. Y con la invención de este símbolo, el cual los hindús convirtieron de simple cifra en número independiente y con entidad propia, se fraguó una de las revoluciones matemáticas más importantes de la humanidad.
Aryabhata, circa año 500, escribió el Aryabhatiya, un poema en sánscrito integrado por más de cien versos, en el cual ya proponía el símbolo cero, designado con el vocablo kha. En sánscrito, el cero se designa śhȗnya y se vincula con la antigua corriente filosófica śhȗnyatâvâda; representa una variedad de situaciones: el no-ser, lo no-nacido, lo no-creado, lo no-presente, la ausencia, lo insignificante, lo nulo.
En la Edad Media, dominada por el pensamiento etnocentrista grecorromano, al cero se le contemplaba como el gran supresor del significado, obra del diablo: la maldad rotunda en tanto negación. En nuestro continente, lo mayas, concebidores por su parte también del cero, lo utilizaban con una relación estrecha entre éste y la realidad metafísica de la nada, que es el todo. Su dios de la muerte era representado por el cero, quien gobernaba a las nueve deidades de la noche. La nada como el centro de la creación, la esencia bindu del universo; el vacío y la ausencia: negata et absentia. La cultura hindú asumía a la nada como un estado basamental del que se partía, se construía y se retornaba a él; principio y fin del todo.
Infinito y nada son complementos indivisibles. El primero alude a la categoría de cantidad; el segundo, a la de sustancialidad. La nada [el cero] está en vínculo previo con todo y lo contiene todo, posibilita la totalidad de lo demás. In extremis, el cero no es propiamente un número, sino un [no] símbolo [de la nada/todo], pues otro de los significados en español de cero es “nulo”, que deviene del latín nulla figura, “ningún símbolo”. El teólogo y matématico Isaac Barrow aseguró: “Si miramos al cero, no veremos nada, pero si miramos a través de él, veremos el mundo”.
En la esfera de lo ontológico, como miembros estelares del universo, del infinito, y deudores de los códigos neuronales de nuestro cerebro como parte del proceso evolutivo durante más de setecientos años para recrear el mundo [la realidad] y sobrevivirlo, somos la personificación de la negación, de la sustracción; y en esta evidencia vivificante que implica la nada podemos ser uno mismo. Compartimos el antecedente humano [univocidad iterativa], la instancia de la que hemos emergidos: la nada.⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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