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O a jugar soccer, que bien lo hacías

Geovani de la Rosa

Quienes me han visto jugar futbol conocen mi verdadera sonrisa, saben que el hombre gruñón, solitario y frío que soy puede sentirse feliz con un balón pegado al pie. El futbol me regaló las mejores amistades de la vida, algunas de estas personas siguen a la distancia y, otras, hace tiempo que no las veo. Al filo del área, a punto de disparar a portería, tras un gol de sombrerito, el tipo tímido que soy socializaba con las personas, celebraba, gritaba, se quitaba la playera como en aquella final perdida en penales que jamás olvidaré. Al vivir, uno se topa con momentos de disfrute emocional, momentos de amar la vida y habitar este planeta y estos tiempos. La mayoría de esos momentos los he encontrado controlando un balón. Quienes me han visto jugar futbol saben que, si no practico este deporte, me siento hueco, vacío, la oscuridad me acorrala y las playas se quedan en silencio.

El primer balón que tuve era amarillo. Tenía seis o siete años cuando llegó a mi vida. Lo usé hasta que el cuero ya roto y la cámara al aire, un balón con chipote rosa, se reventó al rozar un alambre de púas. Con ese balón jugué por varios meses frente a la casa de mi abuela paterna, esa calle que hoy es puro asfalto y la lluvia ya no canta. El balón amarillo era punto de reunión de primos, vecinos y otros amigos. Como José, quien el día de la clausura, a pesar de que no me llamaban ni para la banca del equipo de la primaria, me dijo que no dejara de jugar futbol, que era muy bueno, que siguiera practicando en la calle, en esa barranca, a solas, driblando árboles, vidrios, piedras, bordos y piernas. Que siguiera metiendo goles en esas porterías imaginarias que me inventaba cuando nadie quería jugar futbol. Sólo yo no me aburría de patear una pelota de mañana, tarde y noche.

A pesar de mi talento con el balón, mi cuerpo no era una buena carta de presentación cuando solicitaba inscribirme en un equipo. Era flaco, chaparro y nunca jugué con malicia ni con rudeza. Lo sigo siendo. Con este cuerpo enclenque, según el atletismo hegemónico, aprendí a meter goles. Pulí mi técnica pasando una temporada bajo la portería, durante la secundaria, quizá la época en que nadie daba un peso por mí. Ser portero me enseñó los movimientos de quien está bajo palos, me dio sentido del espacio y hallé los rincones de la portería a donde ni el mismo Goliat evitaría un gol. Esos rincones no son sólo los que destacan los comentaristas televisivos: ponerla en tal o cual lugar de la portería depende de dónde esté parado el portero. El disparo, el drible, los cambios de ritmo, los movimientos para despistar a los defensas ya los tenía. Lo que pulí fue la vista, mirar de reojo al portero para decidir cómo pegarle y hacia dónde.

La prepa fue el tiempo en que más disfruté jugar futbol. Todos empezaron a valorarme y a respetarme. Me especialicé en jugar como extremo izquierdo, a pierna cambiada porque soy diestro, y hacer esas diagonales para encarar al portero y meterla de sombrerito o con un toque suave y raso pegado al palo contrario. Me sentía cómodo como segundo delantero, podía botarme a la banda que más me conviniera y los golpes fuertes se los llevaba el delantero centro mientras yo enfilaba a portería. También recibí patadas, pero disfrutaba cuando un defensa me amenazaba con romperme los tobillos si me le volvía a escapar.

Durante los primeros años de la década del 2000 conocí cada cancha de Acapulco, cada colonia, cada lugarcito escondido para echar retas o competir en un torneo. Eran canchas de pasto seco, de terracería, de lodo, de arena, de monte, en medio de cerros desmoronados, entre pozas, al filo de las lagunas y ríos, rodeadas de carrizos, a las faldas de la Sierra Madre del Sur y, estuvieran como estuvieran, metí goles, muchos goles y sonreía frente a las olas del Pacífico. Nunca me lesioné por la patada de un rival, los hoyos de las canchas destrozaron mis tobillos; tobillos que hoy punzan por seguir jugando, sedado con diclofenaco y no darles tiempo de recuperación. Hubo gente que me invitaba, personas que me veían llegar a su equipo y me palmeaban mientras me decían que hiciera lo que ya sabía hacer. Mis ojos brillaban en esas canchas tropicales, el sol afinaba mi piel y mi cuerpo se amacizaba, mis músculos, como el negro correoso, flaco y chaparro que siempre he sido.

Quienes me han visto jugar futbol saben lo bien que juego con un balón en los pies y me lo recuerdan cuando me los encuentro. Como mi primo quien en una navidad reciente enlistó las gestas baloneras que armaba en el arroyo seco que pasa al lado de la casa de mi madre y mi padre en Pinotepa. Como aquel compañero que, un año después de dejar la prepa, me recibió en su equipo de los Hermanos Campos y presumió que por fin se acabaría la escasez de goles. Como aquel vecino de un equipo contrario que les dijo a sus compañeros que ni se preocuparan por mí y terminé metiéndoles dos golazos: uno de sombrerito y otro de volea desde fuera del área. Como el profesor de la prepa quien, en una de mis publicaciones en Facebook en contra de las dinámicas violentas hegemónicas que padecemos, escribió: “mejor ponte a jugar soccer, que bien lo hacías, Geova”. El futbol no me ha librado de problemas individuales y colectivos, pero me ha hecho sentirme bien, tranquilo, alegre, ser una persona rodeada de amistades mientras esperamos entrar al campo, mientras vamos a casa tras un partido ganado o perdido.⚅

oto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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