Me gusta viajar en el transporte público. Urbanos, combis, camionetas, autobuses, hasta taxis colectivos. Ir ahí viajando a través de la vida y las presencias ajenas. Sentir el temperamento de los demás, sus prisas, sus achaques, sus charlas con alguien que les acompaña. Mirar las laceraciones y alegrías que deja la vida en los ojos y las expresiones corporales de los demás. También paisajes, otros coches circulando, montañas, animales atravesando a máxima velocidad la carretera, los perros ladrando o sólo observando el mundo sin entenderlo. Sentirse acompañado por muchedumbres que van a un lugar desconocido.
En mi infancia se caminaba más, ya adolescente en Acapulco prefería caminar hacia el lugar a donde me dirigía. Pero no se borra de mi memoria ir colgado de la camioneta alimentadora que atraviesa calles llenas de sol o los cerros frente al pacífico. Ir colgado de la vida sin saber en dónde terminaría. Recuerdo los viajes de Pinotepa a Acapulco en autobús, por toda la costa sureña, con sus casas, con sus personas divagando a pie en sus pueblos, las paradas que se llenaban de vendedoras: enchiladas, quesadillas, plátanos macho fritos, tamales. En esos viajes costeros se me grabó cada rincón de la costa, sus parotas, sus guayacanes coloridos, las iguanas colgadas en un corral y de pronto los cerros de Acapulco, de pronto quedar deslumbrado por la bahía que más amo; emocionado de arribar al puerto y volver a platicar con los árboles, con las olas, con la vida en paz frente al mar.
En mi adolescencia era un placer treparse a un camión junto con toda la banda rumbo a un partido de futbol. Un viaje tremendo con canciones de 50 Cent, Dr. Dre, Snoop Dogg y demás música del diablo del momento. Un viaje a 80 kilómetros por hora para ir a las canchas de Cayaco, ahí, al ladito del río La Sabana, las palmeras y la gente en la calle haciendo sus deberes, atravesando el tiempo y las emociones. Para ir del otro lado de Acapulco, hacia las canchas de los Hermanos Campos, tomaba un urbano, me bajaba por Cine Río y me subía a una urvan en donde iba gente con su compra, con su venta mientras el mar golpeando El Derrumbe y esos otros cerritos que están frente a la Jardín. Sí, conozco Acapulco por los compas que me invitaban a jugar por todos lados.
No quiero romantizar andar en transporte público, son mis recuerdos y la emoción de llegar a un lugar. En la urbe en la que vivo sé que hay gente que viaja dos horas para ir a su trabajo y otras dos para volver a casa. Sé que en Acapulco el transporte público no es el que esperamos. Por eso, para que andar en el transporte público sea un disfrute y no un agobio más por ser de la clase trabajadora, debería haber un transporte seguro, barato, humano, con tiempos adecuados y controlados, un transporte de calidad, donde nadie se sienta incómodo y a nadie lo denigren por usarlo. Un transporte público que no atente contra nuestro bienestar físico, nuestra salud y nuestra estabilidad psicológica. Que viajar en la ciudad donde vivimos o visitar otra ciudad no se convierta en tragedia ni sea un viacrucis.
Porque el transporte público también hace comunidad, lejos del negocio vil, capitalista y antisocial en el que se ha convertido. Los urbaneros a los que les pedía un aventón o que le dabas la mitad del pasaje y te echaban la mano. Una vez con mi hermano veníamos de un partido de futbol, ya no teníamos dinero y le dijimos al chofer de la camioneta que si otro día le pagamos y aceptó; o aquel chofer, también de ruta alimentadora, ahí en la Morteros, que le apodamos Cumbia porque siempre traía la música alegre a todo lo que da, echábamos relajo con él y era famoso en la colonia. Hubo un tiempo en que el crimen extorsionador se ensañó con ellos y fueron asesinados, era triste saberlo y recordar aquellos viajes.
A ellos dedico este escrito, por ellos y por todos los que usamos el transporte público escribo esto. Debemos exigir que esos viajes sean lo más humanos posible, donde platiquemos sobre los problemas personales y colectivos. Tengo la esperanza que ahí, en un urbano, en una camioneta, en un taxi colectivo, podemos construir una mejor vida en común, sin quererlo, sin decirlo en voz alta. Porque, más allá de políticas de Estado y formas capitalistas y educativas para vivir en común, más allá del consumismo automotriz, conviviendo en el transporte público (y otros sitios comunales), compartiendo el viaje y la vida, podemos arrebatarle a quienes atentan contra nuestra libertad un poco de lo que nos pertenece y siempre nos ha pertenecido. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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