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Geovani de la Rosa

Para atravesar la depresión


¿Acaso no ves que estoy derrotado?

Desde hace varios febreros traigo el corazón seco de sueños por falta de mar y de trópico, estoy cansado de mirar más allá del horizonte sin recibir respuesta. Una horda de zopilotes picoteó mis pulmones, fue entonces cuando dejé de disfrutar del olor de las flores silvestres.

Soy un huracán categoría apocalipsis, lo sé, pero mis brazos son lentos, mis piernas me duelen y las estrellas de mi cabeza no me dejan dormir. Apenas si puedo abrir la boca para masticar frutas podridas.

Pasan aviones sin ser los artefactos aéreos que miraba en la infancia y alguien seguramente desde arriba me mandaba un saludo. En el centro de la bahía, sólo quedan aves carroñeras, aves plaga que no aceptan semillas como pago. En el centro de la bahía, había mujeres hermosas que huyeron de la ciudad cuando el aroma de las pistolas enervó la fiesta colectiva. Estoy cansado de despedazar nubes y escupir los arcoíris cada tarde, de observar que el Pacífico ya no es ese océano donde se cultiva mango y carcajadas. Mis tobillos carecen de la cantidad mínima para correr tras las culebrinas de la esperanza y mis codos me traicionan cuando tomo una siesta trepado en la euforia de un almendro.

Aún recuerdo ese sabor solitario a Malibú, lo rasposo de la arena mientras las montañas anunciaban una lluvia. Estar ahí, frente a la playa, conversando con tilapias y cuclillos de pecho amarillo, era estar en cualquier parte del universo, atravesando mareas de malhumor y planetas que no entienden esta manía humana de dedicarse a vivir. Fui un hombre con épica cuando braceaba en las entrañas de un tsunami, cuando no temía a la manada de sapos gigantes que ansiaban devorarme los ojos y la lengua, cuando tenía el mar a mis pies y las mariposas reposaban en mis hombros.

Alguna vez depredé huertas de nanche y pliegues siderales de mujeres adictas a los lentes oscuros. Caminé en medio de la sequía y su furia, lamentando lo marchito de árboles recién plantados, lo tísico de niños callejeros, el olor a azufre de las camionetas que llevaban a campos de futbol bajo las faldas de la Sierra Madre del Sur. Era un hombre que se hidrataba con flores de framboyán y cuando el sol estaba en su máximo esplendor podía infectar de felicidad a quien me acompañara. Sin embargo, la soledad siempre fue mi guarida selvática. Andar por las calles del puerto como quien nada sabe de carnes mancilladas por el dinero, de negocios para domesticar gatos y desolación, de palmeras donde el amor es un sentimiento oscuro que envejece conforme caen los veranos.

Hay un momento, antes de cada puesta de sol, en que las fotografías desaparecen, los puestos de periódico reconocen que venden mentiras y las estrellas preparan la extinción de la tristeza con labial rojo. Entonces, mis hombros se rompen, mi nariz sangra a rabiar y olvido cómo derribar una ceiba a puño limpio. Me cuesta trabajo respirar cuando la lluvia es una hoguera inservible, cuando recuerdo la virilidad de mis rizos, cuando la noche llega cansada, olorosa a dolor y cuerpos rotos. En medio de la hermosura de la belleza de un anolis taylori, podría decirte llevo rastro de malagua en mi espalda, tengo cicatrices en las pantorrillas por jugar con cocodrilos y mis pupilas están cansadas por pasarme la vida mirando al cielo en busca de la marea que me hacía feliz de niño. El reptil anfibio desata la hermosura de su abanico y recuerdo que ya no soy un hombre épico y de mar para tener el derecho de naufragar en los lunares de tu escote.

¿Acaso no te das cuenta que perdí la capacidad de cazar ilusiones más allá del horizonte?

Soy un hombre que bebe las lágrimas que brotan de un jardín citadino, que absorbe el cansancio extremo que cohabita en el transporte público y que alucina con lamer el ramo de pensamientos que florece en tu corazón. Ya no quiero que me fotografíen saturado de libros, sino rodeado de árboles, de animales libres y salvajes y la lluvia al fondo. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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