Ya no tengo dolor para continuar escribiendo; estoy siendo arrojado por las palabras al silencio. El agua de aquel río de la infancia se ha ido secando en mis venas, ya sólo es un montón de piedras y orillas erosionadas. No tengo aire para emprender el vuelo por el cielo del verso. Toda esa lluvia que me habitaba se evaporó de mis ojos, ya no cae una gota de agua en el desierto de mi pensamiento. Dejé de ser ese aluvión al escribir que comenzaba por la tarde y terminaba en la madrugada. De mis manos únicamente salen escuálidas formas y anémicas estrofas, “el poema es un ser proteico” y eso ha dejado de latir en mi pulso. Mi corazón está cansado de ensayar con la sangre de nuevos poemas. Aquella desmesura que dicen que era me ha abandonado. La valentía que me habitaba para enfrentar la hoja en blanco yace marchita junto a mi lápiz. Mi poética es una huella de alguien moribundo que se va desangrando, dejando exhalaciones de vida por el camino, poemas ya sin salvación, un montón de cruces entre dos tapas.
Aquí dejo mi renuncia a esa tumulto que aun bulle en mis huesos, no tengo más imágenes en el repertorio de mi imaginación, el agua que había en el coco de mi cabeza se diluyó de alguna forma. Todo se ha vuelto un repetirse, caminar en círculos, y al hacer esto, lo que escribo sólo da un respiro y expira. Escribí lo que tenía que escribir, tal vez faltó decir, destruirme en el poema, pero el silencio es una tumba digna para venerar a la poesía, aquí jalo el gatillo, y me pierdo en esa neblina de la nada, que otra razón esgrimir: mi identidad se ha desmoronado como una estatua de sal bajo el aguacero, ya no sé leer en mi pasado el mundo, ni en mi presente la vida, como un junco doblado por el viento me repliego, le dejo a los que vienen lo que viene, de ellos será la poesía, de mí es el tiempo, el mar que es polvo en mi carne, me resguardo como el caracol en su concha, tal vez algo de mí ahí sea un murmullo de agua, de sal y olvido. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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