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Geovani de la Rosa

Primera milla náutica desde la (no) ficción tropical


I

Escribiré como nunca lo he hecho. Como siempre lo hice. Abandonaré esta ciudad con sus postes sin luz, sus asaltantes de barrio y sus prostitutas como flores oscuras ante los edificios. Esta ciudad que me enfermó y me cortó las utopías, que hizo de mí lo que ningún dios vengativo haría con uno de los suyos. Iré al Trópico a hablar con ballenas y lamer lomos de iguana, a tirarme de acantilados y bucear con mi magia anfibia. Corales y olas gigantes. Almendros secos y drenaje que apesta a personas jodidas, hipócritas y que sólo piensan en el dinero. No todo es fiesta en El Trópico. Hay mierda, bardas caídas, hoteles abandonados, terremotos, mangos degollados y hombres y mujeres que se acuestan con hombres y mujeres sin llegar al orgasmo. No todo es catástrofe en El Trópico. Cumbia para mover las caderas, árboles renaciendo, niños viajando en el tiempo bajo la lluvia y aquel cometa que nos hace felices.

Escribiré como nunca lo había pensado, como siempre lo he sentido en lo más profundo de mis volcanes dormidos y mar de fondo, mar de fondo, mar de fondo. Ficción tropical, tropical, tropical. Las nubes. Las nalgas de una muchacha. Zopilotes al acecho. Un barco y su vejez. Las mansiones en remate. Gaviotas y pelícanos. Los perros. Los gatos. La gente que ya no fuma. La gente bullendo en una plaza comercial. Mis sueños. Mis recuerdos. Mi cuerpo treintañero que aún se erecta y escala cerros donde termina la Sierra Madre del Sur. Mis aletas seduciendo a la muerte. Surf suicida. De un trago bebo media botella de ron y agua de coco y coca-cola. Las palmeras me abrazan.

Escribiré como no lo esperan, con la falta de talento que me achacan, mi estancamiento creativo. ¿Aún crees que estoy estancado después de esta manada de palabras, palabras que ahorcan, que son marea alta, peces refulgiendo en la arena? Carajo, no hablo de amor porque mi corazón está podrido. Carajo, el sol punza en nuestra piel y tú no estás cerca de mí. Carajo, no estoy en el mar, sino en una ciudad donde pasan helicópteros a hurtarnos nuestros sueños. Carajo, no puedo quedarme quieto y las ventanas nunca fueron un buen lugar para hacer declaraciones de amor. Escribo, escribo y escribo. Con carrizos y troncos de ciruelo. En las nubes y la arena. En los hombros de una mujer. Escribo, pero hasta acá no se escucha la rabia del mar.


II

Desearte es hacer malabares al filo del acantilado y los saltos al vacío incendian a mi corazón seco. De nada sirve el recuerdo si ya no duele a lo largo y ancho del cuerpo. Tengo los tobillos destrozados y no sé si correr tras de ti. La gente se mete a tiendas rápidas, teme a quienes no debe temer y cree que una etiqueta es la felicidad. No dudo que para ser feliz hay muchos caminos, restaurantes de lujo y suites incosteables. La gente me ignora porque no tengo el talento necesario para sacarle los sesos a un zopilote.

Soy un tiburón que va tras tu olor mientras suturan las heridas que me causaron las falsas ilusiones. Observar el mar es mi actividad diaria, por si no te has dado cuenta. Mis huesos se descalcifican cada día que te ausentas, cada día que dices no sin decirlo. Aún puedo acompañarte una noche entera, azotado por la lluvia, pero esos recuerdos del futuro no deambulan en tu cabeza. Los árboles ya no me responden, los perros mean mis palabras y las gaviotas se marchan en el instante preciso en que mi locura te necesita. Veo héroes dopados, fantasmas de palo, gatos babeando odio. El insomnio me noquea por la espalda. No doy contigo.

Desearte día y noche, desear tus acantilados y tristezas, es una rutina de riesgo extremo. Si estás leyendo esto, si te sientes aludida y sabes de lo que hablo, es porque se trata de ti y los arrecifes de tu espalda. Navego a la deriva en un punto muerto del Pacífico tras aventarme del cerro donde nuestras pupilas no colisionaron.

III

Desconozco los motivos de estar aquí, a pie de lluvia, sin el mar retándome a unos metros. No tengo el brillo de antaño. Mis soles se han apagado uno a uno conforme el tiempo hacía de las suyas con mi cuerpo. Mi corazón está desabrido, mis pulmones echan de menos un cigarro y mis tobillos anhelan estamparse contra porterías imaginarias. No hay cuerda floja para desatarse de la ira del mundo, pero no ruego por la misericordia de nadie. Nunca he podido llorar. Y ya no queda tiempo para lamentarse ni lamerse los malogros. Pongo mis ojos en el Pacífico y sé que vivo en otro planeta. Uno donde las iguanas y las lagartijas tocan mis hombros y detectan que la oscuridad hizo mella en mí. Uno donde me alimento de minerales y los tiburones son una parvada de amigos con los que derribo edificios y semáforos. No tengo a dónde ir. Quizá al silencio de los cerros incendiados cada abril. O al diluvio de plagas esparcidas por aves carroñeras. Posiblemente, a la neblina de una mujer que se ha dado cuenta de que observo el fin del mundo mientras la lluvia hace de las suyas allá afuera. Y por eso me agrada la lluvia. El recuerdo es una costilla rota, un diente quebrado, un tatuaje que no puedo hacerme a falta de efectivo. Surco barrancas donde ni la flor más silvestre y seca brota, donde las hormigas se volvieron ceniza y los árboles perdieron el habla. Alguien ríe, las máquinas no paran, el agua se acaba y los perros ya no se atreven a cruzar las calles a riesgo de humanizarse y ser obligados a la esclavitud laboral. Si tú fueras el motivo por el que estoy aquí, hace tiempo hubiéramos provocado tsunamis a lo largo del Trópico y nuestros cuerpos hervirían eternamente como una centaura ornata bajo el asedio del sol.⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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