Eduardo Antonio Parra (1965) es uno de los escritores más representativos de la narrativa mexicana contemporánea y es considerado, también por él mismo, como un escritor del norte. Cabe señalar que no pertenece a la llamada generación del norte y que hizo ¡boom! con la reedición en Sexto piso de La biblia Vaquera de Carlos Velázquez y en la que participan Hilario Peña, Yuri Herrera, Julián Herbert y algunos otros que no vienen a mi memoria en este momento. Parra pertenece a la generación anterior y a mí parecer, encarna lo que representaron Nellie Campobello, Juan Rulfo, José Revueltas y me atrevería a decir Daniel Sada y Jesús Gardea. El estilo de Parra, como el de cualquier escritor que se precie de serlo, es inconfundible, amén de que siempre labora los bártulos y enseres de ese lado moridor que tan bien trabajaron Rulfo y Revueltas.
Parra, me atrevería decir, es un narrador comprometido con su entorno y no rehúye a escribir sobre de la violencia que desde hace tiempo escampa en este país que, desde hace algunos sexenios, se va llenando de fosas, asesinatos y desaparecidos.
Geney Beltrán Felix en la reseña Balas de plata critica el universo de Elmer Mendoza en el que la violencia es un mero espectáculo y su entramado lleno de fisuras. Y sugiere: “narrar el norte debería significar el surgimiento de una conciencia estilística que no se quede en la recreación verista de los diálogos y que más bien corrompa, ensucie, “localice” el decir de ese narrador intocable que es la tercera persona” coincido en el crítico. En la obra de Parra la suciedad es permanente y el narrador, los mismo que el lector no sale indemne. El imaginario de Parra impronta y desconcierta, y muestra nuestra realidad como una herida abierta.
En esta dialéctica de la violencia, que tan bien maneja Parra, es imposible no toparse con ese abracadabrismo impune que se les otorga a aquellos que ostentan la autoridad y al mismo tiempo la defenestran en pos de rapiña en la que estamos inmersos. Así podemos ver si seguimos el cachondo contoneo del protagonista de Nomás no me quiten lo poquito que traigo, un travestido que en una sola noche va del lujo y la fastuosidad a la piara de los arrabales, todo gracias a uno de esos levantones de rutina que tanto cultivan los oficiales que visten de azul. El travesti, tanto en el boato de los burgueses como en el unto de los barrios pobres, no deja de ser más que un trozo de carne, un ser desechable al que una vez expoliado no vale la pena seguir mirando.
Veamos un fragmento de este discurso en el que el narrador es la violencia sistemática a la que estamos expuestos, encarnada por dos oficiales de la policía que luego de desnudar al trasvesti y quitarle lo poquito que traía, no ven en él más valor que una cosa desechable:
—¿Usted qué dice, mi sargento? —pregunta el policía con voz muy ronca—. ¿Le entramos?
—Mejor vámonos.
—¡No! —ruega Estrella—. Si quieren llévense el dinero, pero... ¡No me pueden dejar así! ¿Entonces para qué me trajeron hasta acá? No se vayan...
—¿Cómo ves, pareja? —dice el sargento—. Estos putitos no tienen llenadera.
—Deberíamos encerrarlo por degenerado.
—No, mejor lo dejamos aquí. Con eso tiene. Y nosotros vámonos con unas viejas de a de veras. Yo invito. Al fin que traigo con qué.
Y así, con esa plasticidad, con ese oído que es capaz de llevar a la pluma la poética de la impunidad, Parra nos lleva a situaciones en las que podemos sentir la impotencia que aqueja a los marginales, porque igual que Ravueltas, Parra habla de asesinos, putas, trasvestis y policías, porque igual que Rulfo, Eduardo Antonio hurga en la violencia para mostrarnos eso que somos como sociedad y que tanto rehuimos y que a veces nos da por llamar inhumano.
Eduardo Antonio Parra nos impronta con esa “violencia capitalista (que) es un sistema de relaciones de clase condensadas en una correlación de fuerzas a favor del capital y en contra del trabajo, cuya dialéctica dominante define el poder integral como un sistema complejo de explotación y dominación” (Camilo Valqui Cachi. Violencia memoria y cultura de la paz; alternativas críticas. Sobre la violencia sistemática del siglo XXI). En este caso la prostitución es el trabajo y la dialéctica dominante es ejercida por los esbirros del poder que las más de las veces no son sino carroñeros del capital.
Esa es la plástica que se nos arroja a la cara el nacido en León, Guanajuato. Y esa plástica, estilo y visión es la que le exige el crítico Rafael Lemus a muchos escritores del norte que hacen de la violencia un elemento folclórico y con una mirada poco crítica a la realidad en la que estamos inmersos. Dice el crítico al respecto:
El caso de Eduardo Antonio Parra es sintomático. Cuando quiere retratar el norte triunfa en sus relatos, fracasa en su novela. Como cuentista es intachable. Los límites de la noche y Tierra de nadie contienen algunos cuentos que, sin tratar el tema del narco, esculpen brillantemente su fantasma. Lo hacen con apenas unos trazos. Lo hacen, además, sin recurrir a la falsa secuencia causa-efecto. Se dibuja un escenario, brutal y devastado, que es, al mismo tiempo, origen y resultado del narcotráfico. (Rafael Lemus. Balas de salva).
¿Y qué es el narcotráfico sino un territorio que nace del capital y se configura como un brazo armado en el estado? ¿Y qué es la literatura si no nos enfrenta y nos muestra, plena, la complejidad y los lazos que existen entre el estado y el uso de la violencia, en este México narco y corrupto que hoy debemos cuestionar y deconstruir como nos invita a hacerlo Oswaldo Zavala en Los cárteles no existen? Porque si bien la literatura no es lo mismo que la realidad, puede ser un elemento para comprender la violencia no como un factor aislado, sino como un problema sistemático que las más de las veces ejecuta con la venia y protección del Estado. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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