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  • Franco García

Sitios y nada más


[ I ]

A los ochos años llegué a vivir a la Vacacional, en Acapulco. Y llegué por causas mayores: había muerto papá y junto a mi mamá y hermano tuvimos que mudarnos a casa de los abuelos. Al principio me asustaba la colonia y sus alrededores porque se me hizo inmensa, escandalosa, pero poco a poco fui recorriendo sus calles, parques, canchas y demás espacios recreativos. Honestamente me enamoré de la zona. Tan es así que la Vacacional es el escenario de mis cuentos, un personaje más. Es mi París, La Habana, Infierno, Paraíso. Mi tumba. Desde entonces a cada ciudad o país que visito llevo a cabo lo que hice durante mi estancia en la colonia de mi infancia: explorar rincones y calles, llenarme de energía. Lo mismo sucedió al llegar a Chilpancingo, a los once años. Aunque he de confesar que odiaba la capital guerrerense. Por el lodo, la comida, la música, la vestimenta y, principalmente, que en mi colonia, La Cima, la gente durmiera temprano y no hubiese tantos niños con quienes jugar. No encontraba la paz por ningún lado. Extrañaba ese ambiente de que los vecinos estuvieran en las puertas de sus cantones jugando a la lotería, la baraja o chismeando a altas horas de la noche. Las fiestas de cumpleaños, las posadas, los quince años. La cumbia, el rap y la música disco a todo volumen. Bailar un poco de break dance. Esa vitalidad de clase media y de barrio. Pasear en los urbanos, comprar ropa en el tianguis, en la Bodega Comercial Mexicana o en Gigante; admirar los grafitis. Me sentía triste, solo y aburrido. Necesitaba escuchar risas, intercambiar estampas, hielocos. Echar la reta, volar culebrinas —¡a la yumba!— o dar un rol en bicicleta. Enamorarme. Perderme entre tantos rostros y escondites. Hacerlos míos. Siempre le reproché a mi madre que odiaba la colonia, que quería regresarme a la Vacacional a la voz de ya. Pero su trabajo siempre lo impidió. Era horrible escuchar el silencio y los grillos y sapos durante la madrugada. Odiaba Chilpancingo con todas mis entrañas. Pocos sitios fueron los que me atraparon durante esa época. Hasta que finalmente hice las paces conmigo y acepté los roles de la colonia y la capital.


[ II ]

Al norte de la capital guerrerense (o al sur, depende de la ubicación geográfica del lector) se encuentra la cafetería El Edén, pequeño rincón donde suelo reunirme de vez en cuando con Carlos Ortiz para compartir nuestros gustos literarios, cinematográficos, musicales y salir de la rutina laboral. Ambos perdimos a seres queridos durante la pandemia y siempre es bueno contar con el apoyo moral y olvidarse, por un momento, de toda desgracia. Sin duda alguna, los amigos son como camillas para heridos, muletas, oráculos, jardines zen, trincheras, refugios. Con Charlie es hablar de un nuevo comienzo en la vida y en la literatura, aunque también hay instantes de rabia y melancolía por lo que miramos y escuchamos a nuestro alrededor. Quizás no coincidimos en algunos temas académicos o políticos, pero eso no demerita nuestra amistad, porque de eso se trata: de crecer, de complementar lo que nos falta, de compartir lo que somos. De ser críticos y no criticones; de ser relajados y no pedantes/soberbios. A las tres de la tarde la temperatura aumenta en Chilpancingo y con Charly no dejamos de beber algo caliente o frío y brindar por el sudor que aún nos mantiene vivos. Con él siempre hay risas, decepciones, ánimos, regalos. Tal cual requieren los vínculos humanos. Las horas transcurren tan rápido que nunca son suficientes para concluir una grata charla, una amistad. Después de despedirnos, vuelvo a mis viejos hábitos para planear mi siguiente estrategia en la batalla de la vida.


[ III ]

Actualmente radico en la Ciudad de México y, de algún modo u otro, todos tenemos espacios/rincones/escondites favoritos que nos ayudan a reflexionar-respirar-tomar decisiones. Los míos son algunas cafeterías de Quevedo, Copilco y Coyoacán. O bien, Las Islas de la UNAM o la Cineteca. También se encuentran los museos y parques. Si se trata de museos elijo el Anahuacalli, mejor conocido como Diego Rivera. Si se trata de parques elijo el Huayamilpas o La Bombilla. Acostumbro visitarlos dos o tres veces al mes, donde sólo me siento a esperar caer la tarde, en silencio. Qué grato es olvidarse de tanto estrés o tristeza. “Qué cara es la vida y qué barato nos compran”, pienso todos los días cuando miro a los jóvenes asistir a toda prisa al trabajo, directo al matadero, atarlos con míseros salarios y arruinarles sus sueños. Por ello en mis búnkeres predilectos me gusta reír, untarme de esperanza, tomar fotografías y escribir pequeñas notas. Cruzar el umbral de la ira. Inventarme un mundo interior nuevo. Arrancarme la cabeza si me aturde de voces negativas. Inhalar. Exhalar. Frotarme las manos. Desear. Soñar. Saber que estoy roto pero listo para llevarme mis trozos a otra parte. Llegar a tiempo a mis citas médicas y revisen mi único riñón. Maldecir de vez en cuando al sol porque las tardes soleadas en CDMX —como las de Chilpancingo— suelen ser exasperantes, sudorosas, de tremendas jaquecas. Pese a que el asfalto hierve, el cielo no deja de brillar de lindo. Las nubes semejan enormes montañas o volcanes, y a uno sólo le basta con levantar la mano e imaginar que puedes alcanzarlas, acariciarlas. Ah, pero qué melancólicas son las tardes cuando llueve. Grises, despejadas, frescas. Sin ánimos de salir de casa y contemplarlas desde la cama. Sentir esa profunda ternura por la naturaleza. Amo la ciudad pese a todos sus defectos: smog, tráfico, sismos, baches, inundaciones, etcétera. La megalópolis azteca me recuerda a la Vacacional, Renacimiento, Arroyo Seco, Zapata, Simón Bolívar, Sabana, La Venta, Las Cruces. En realidad ciertas pinceladas, imágenes. Me gusta perderme entre los recuerdos de mi infancia y los sitios que descubro: librerías, bares, hoteles, restaurantes, jugueterías, tianguis, mercados. Comer tacos al pastor en cualquier esquina. Dar un sorbo a la cerveza y un suspiro a la hierba o al tabaco. Esa atmósfera narcoticólica. Caminar y caminar, solo o acompañado. Abordar el Metro o Metrobús e ir leyendo algún libro. Besarme con una chica. Hallar un poco de consuelo. Dejar una parte de mi alma. Ser un ánima en júbilo. Para que cada sitio que ame resuene siempre en mi corazón a cada paso que dé, latiendo con una fuerza de los mil demonios. ⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

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