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Geovani de la Rosa

Soy descendiente de familias negras, costeñas y serranas*

Nací y crecí recorriendo la Carretera Federal 200, llamada La Costera, que en uno de sus puntos comunica a Pinotepa y Acapulco, en una región del Pacífico Sur de México. Soy, como canta Álvaro Carrillo, “el negro de la Costa de Guerrero y de Oaxaca”, un negro al que le preguntan si es de Colombia o Venezuela, porque para ellos en México no existimos los negros y si existen están en las costas del Golfo.

Vengo de familias campesinas que con el paso de la vida perdieron la armonía con las herramientas para trabajar la tierra y por dinámicas sistémicas no legaron esos saberes a sus descendientes. Recuerdo que siempre que levantaba un machete de niño se me ampulaban y llagaban las manos. Me sigue pasando. A pesar de ello, tengo buena mano para la siembra, lo heredé de mis ancestros, pues toda semilla que echo a tierra germina, toda planta me enraíza. Podría decir que mi machete y mi azada son la pluma y la hoja en blanco, mejor dicho, el teclado y la pantalla de una computadora, porque gracias a la educación pública tuve el privilegio de aprender desde muy niño esa tecnología, y mis semillas son las palabras que germinan en forma de poemas y se cosechan como libros o publicaciones digitales.

A lo largo de los años, he visto que en mi territorio, en esa Costa de Guerrero y de Oaxaca, se secan los ríos; lo invade el monopolio global de los autoservicios, centros comerciales y supermercados; cometen deforestación con premeditación, alevosía, ventaja y traición más allá de incendios forestales; además de que domina el añejo y nuevo cacicazgo de terratenientes que provocan desplazamiento forzado y violento para adueñarse de tierras. Conforme me volví adulto vi asentarse a la moda del monocultivo y la muerte de mangos, palmeras, limones, huamuches, ciruelos, parotas, mientras se levantaba el imperio arquitectónico del cemento. Es una realidad trágica, desoladora, frustrante y antivital.

Más allá de la apetecible y afrodisiaca pobreza y desgarramiento social para los utilitaristas y falsos profetas de mi región, cuando vuelvo a mis tierras, las tierras de mis ancestros, me encuentro con cumbias y chilenas, con charlas nostálgicas de adultos mayores que ríen bajo el sol o mientras llueve, con árboles frutales sobreviviendo a la dictadura química bajo la que se guía la rutina humana de nuestros días.

Ahí encuentro a mi abuela Flor platicando sobre su madre y su infancia en una comunidad de Cuaji en los años 1940 y su casa de teja devorada por el paso del tiempo; esa casa rodeada de bocotes donde ella se volvió mítica preparando tamales, mole; repartiendo a sus nietos sandías y aquellas tortillas remojadas en agua con sal y cal recién salidas del comal. También encuentro a mi abuelo Ramiro, quien aún construye casas a sus casi 80 años, porque además de sembrar nanches, mangos, tamarindos, milpas, aprendió el arte de la albañilería con el que cimentó varias partes de Acapulco. Ahí también están las tumbas de mi abuelo Miguel, de quien sólo sé que rentaba tierras para sembrar; y de mi abuela Aquilina, que tenía en las manos una sazón única, mucho afecto y magia para preparar pan y tamales.

Soy descendiente de familias negras, costeñas y serranas y de una madre y un padre, Silvia y Pablo, quienes desde muy jóvenes fueron luchadores sociales por los derechos estudiantiles, por el derecho a la vivienda, por los derechos de las personas y la democracia. Soy hermano de Iván y Pablo, quienes dedican su vida al transporte público y, supongo, lo disfrutan y la pasan bien dentro de lo que cabe. Escribo de, por y para ellos y de todas las voces que algunos no quieren y se niegan a escuchar.

Desde hace casi 11 años, soy compañero de una mujer, Adriana, que nació a unos metros de esa carretera de la Costa y, como yo, fue educada bajo el distingo de las luchas sociales del sur de México; soy papá de dos niños, Thiago y Gonzalo, con piel negra y rizos, dos niños que prefieren comer mangos y tamarindos recién apeados. En fin, soy ese negro que conoce cada loma, cada llano, cada curva, cada casa y parota a orillas de carretera, cada arroyo y río que dan vitalidad y alegría a ese territorio de Guerrero y de Oaxaca llamado Costa Chica. Por ello, me siento satisfecho de que este libro, Trópico, reciba un premio en honor a Luis Cardoza y Aragón, quien fue un poeta comprometido con la palabra y la justicia social; y además porque es un premio que reivindica a Mesoamérica, una región invisible y estigmatizada por el poder global, una región donde las personas compartimos vivencias, vitalidades, luchas, sueños y la palabra. ⚅

[Foto: David Espino]



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*Leído durante la ceremonia de entrega del XVIII Premio Mesoamericano de Poesía Luis Cardoza y Aragón, el pasado 6 de julio, en Ciudad de Guatemala, Guatemala.

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