
La pandemia de COVID-19 no solo aceleró la desigualdad económica, sino que condujo a una nueva etapa de lo que algunos especialistas han llamado la “necropolítica”; es decir, en palabras del investigador Achille Mbembe, el sometimiento de sectores enteros de la población a procesos de exterminio que, en el caso del COVID-19, fueron dictados por el mercado, pues la respuesta a la pandemia estuvo dirigida por las grandes farmacéuticas mundiales —algo poco discutido en la prensa corporativa que, en el caso de México, escogió golpear al gobierno sin cuestionar ningún mecanismo de fondo—. Como es del conocimiento público, los países de altos ingresos tuvieron acceso preferencial a las vacunas, mientras que tuvo que pasar mucho tiempo para que los fármacos llegaran a extensas regiones de Latinoamérica, Asia y África —el llamado Sur Global.
El periodista y director de Global Justice Now, Nick Dearden, publicó en fechas recientes Farmaconomía. Cómo las grandes farmacéuticas contribuyen al deterioro de la salud global. El libro es una extensa investigación sobre el oligopolio de las farmacéuticas y los efectos en las vidas de los muchos millones de personas que no tienen acceso a tratamientos y medicinas para sus enfermedades al no poder pagarlos. La información de Dearden se concentra en la crisis de opioides en Estados Unidos y en la respuesta a la pandemia del COVID-19, aunque también menciona la política de Occidente y sus empresas en la gestión del SIDA y de algunas enfermedades crónicas que representan ganancias millonarias para las farmacéuticas.
Dos preguntas son inevitables después de la lectura de Farmaconomía: ¿la producción y distribución de medicinas debería ser gestionada por la iniciativa privada o por el gobierno? ¿El sector salud debería estar en manos de las empresas o pertenecer al Estado? Dearden explora, con muchos detalles, la política de los corporativos en la gestión de la salud global. Las empresas farmacéuticas, por supuesto, tienen su origen en el capitalismo occidental; sin embargo, el autor demuestra, con una amplia variedad de datos y hechos comprobables, cómo el capitalismo industrial —aquel que obtiene sus ganancias en la venta de productos— se ha transformado en un negocio integrado a la financiarización mundial; es decir, sus ganancias se deben cada vez más a la especulación de activos intangibles que toma como base el dominio de los mercados, la deuda y los rescates financieros a costa de los gobiernos. En otras palabras, la industria farmacéutica se conduce con criterios bursátiles que, muchas veces, tienen prioridad sobre el supuesto compromiso con la salud de los millones de pacientes alrededor del mundo. En realidad, los pacientes son clientes cautivos, dejados a su suerte por muchos gobiernos, mientras sus necesidades son explotadas por el mercado con muy pocas restricciones.
Farmaconomía puede leerse como un catálogo de horrores. El monopolio de las grandes farmacéuticas —el llamado Big Pharma— ha sido responsable de la muerte de innumerables enfermos, sobre todo en países que dejaron su sistema de salud a merced del mercado y su necesidad infinita de ganancias. Un ejemplo claro, además de la actuación de los corporativos en la pandemia y el control en las patentes de las vacunas que impidió atender la crisis con la urgencia que se necesitaba, es la política de las corporaciones a partir de la aparición del SIDA. La amenaza fue prioritaria para Occidente, pero los países de África, para hablar de los casos más graves, quedaron al último de la fila, muchas veces a merced de la benevolencia de las organizaciones no gubernamentales cuyas políticas son de tipo paliativo y no atacan el fondo del problema, dejando así de lado la posibilidad de fortalecer las instituciones de salud pública del Sur Global.
Dearden, mediante su estudio de la industria farmacéutica, hace una crítica al funcionamiento del capitalismo global. Por ejemplo, cuestiona el supuesto de que la innovación y la inversión en tecnología son características de la iniciativa privada. Por medio de datos e información del gobierno de Estados Unidos o de países como Inglaterra, el autor muestra cómo las grandes farmacéuticas, desde hace décadas, apuestan por negocios seguros, jugosos y a corto plazo. Esto hace que la innovación para producir nuevos medicamentos o tratamientos sea desplazada por otro tipo de intereses, más que nada financieros, lo cual representa a su vez un problema crónico y de fondo en la industria: al concentrar sus esfuerzos en hacer dinero por medio del dinero, deja a un lado la investigación científica y se concentra en la producción de los fármacos que generan más ganancias, para después especular con ese dinero. De tal suerte, las corporaciones suelen concentrarse en enfermedades propias de países con ingresos altos que, además, son crónicas.
¿Por qué las farmacéuticas solo reaccionaron cuando el COVID-19 ya era una pandemia? ¿Por qué necesitaron, para poder desarrollar las vacunas, la inyección de recursos por parte de los gobiernos si, en teoría, lo privado es más eficiente que las instituciones del Estado? Numerosos investigadores y científicos habían advertido del peligro de una pandemia, pero el capitalismo financiero no iba a invertir recursos en un negocio aún inseguro. El saldo de esta política fue de millones de muertes que se pudieron prevenir.
Farmaconomía ofrece, también, una crítica a la filantropía como única respuesta del capitalismo a la depredación que provocan sus políticas. Por medio de sus fundaciones, multimillonarios como Bill Gates proyectan una imagen pública positiva, de sí mismos y de sus empresas, a la vez que —como sucedió en el caso de las vacunas contra el COVID— se niegan a compartir las patentes para que muchos países puedan desarrollar sus propios fármacos.
La pregunta que se puede hacer cualquier persona después de entender a cabalidad el funcionamiento de la industria farmacéutica es: ¿la atención de la salud debería estar en manos de unas cuantas empresas o debería ser un área estratégica gestionada por gobiernos que estén bajo el control democrático de la ciudadanía? Esta lucha, como muestra Nick Dearden en su libro, ya ocurrió en el pasado y sigue teniendo vigencia en el presente. Solo por medio de una organización colectiva se puede limitar el poder de corporativos que, siguiendo el paradigma del capitalismo, están diseñados para extraer la máxima ganancia con el mínimo costo. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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