La madrugada del jueves mi madre no pudo conciliar el sueño. Se quedó vigilando la lluvia con el temor del descenso del agua entre los cerros. La compañía de mi padre y de mi hermano o la garantía del terreno seguro no eran suficientes frente a la memoria corporal del miedo. Paulina, Ingrid, Manuel, Otis, John, son otras formas de nombrar la línea del agua que mide el miedo en Acapulco. Mamá sólo me dijo que no había podido dormir bien, fue papá quien me confirmó que se mantuvo despierta por el miedo, seguro él tampoco durmió mucho. Fueron seis días de lluvia y al menos cinco de incertidumbre. Aunque esta vez pudimos mantener la comunicación con bastante frecuencia, ellos se atrevieron a admitir el temor hasta el día de ayer. Ellos están bien, en el marco de lo posible, después de Otis eso es todo un privilegio.
La lluvia se detuvo y el huracán ya muestra una trayectoria estable hacia el Pacífico. Yo también tuve mucho miedo, cuando los padres intentan ocultar su pesar el manojo de los nervios se hace muy grande. Pasa que la memoria corporal también se nutre de relatos, traduce con claridad los vínculos afectivos y la sensación del presente no escatima entre las experiencias inmediatas o las lejanas. Cuenta mamá que cuando era niña, durante una de las tantas temporadas de huracanes en Acapulco, una enorme piedra se desgajó del cerro y rodó hasta incrustarse en la cocina de la casa; no hubo forma en que mis abuelos pudieran retirarla sin dañar la construcción. La piedra pasó a formar parte de su casa. Esa memoria se originó durante una noche de lluvia incesante, similar a las noches recientes.
Yo era muy pequeño cuando El Paulina reclamó su línea de agua, mis manos apenas y podían ayudar a cargar agua potable en medio del desabasto. Allá en El Coloso, la sensación del huracán fue extraña, decían que los deslaves del cerro se habían tragado mucha gente, imágenes de horror que yo no presencié con mis ojos sino a través de los relatos de los vecinos. Aún tengo muy presente esa sensación del aislamiento prolongado. De alguna manera la laguna de Tres Palos dividió Acapulco en dos partes y papá únicamente podía cruzar al otro lado a bordo de los camiones que conducían los soldados. Recuerdo muy bien la incertidumbre de no poder reunirme con mis abuelos durante dos semanas.
Ninguno de mis abuelos experimentó en vida la violencia de Otis y la verdad es que me habría sido muy difícil sobrellevar la magnitud de la tensión. La casa donde vivieron mis abuelas maternas quedó prácticamente destruida tras el paso del huracán. Mis padres y mi hermano pasaron 25 días sin energía eléctrica y comunicación estable. Conté cada uno de esos días entre la impotencia de no poder hacer más que trasladar algunos víveres e intentar lidiar con la imagen de los postes derribados y árboles caídos justo afuera de su departamento. Me tuve que conformar con la idea de que, después del huracán, esa zona estaba exenta de posibles riesgos y lidiar con toda la frustración de sabernos distantes frente a una situación inédita.
La tensión se prolongó hasta finales del año 2023. La devastación del entorno sólo confirmó lo que todos sabíamos: Acapulco ya había cruzado el límite de su explotación ambiental desde hace muchos años atrás y las catástrofes tienen una relación directa con el programa de su desarrollo urbano. Quizás el punto de inflexión fue en 1979, cuando Rubén Figueroa anunció el desalojo de 125,000 habitantes de la zona conocida como el Anfiteatro de Acapulco. Esta acción fue respaldada a nivel federal a través del Fideicomiso para el Desarrollo Económico y Social de Acapulco (Fidaca), un programa que tuvo por objetivo “atender los problemas de contaminación de la bahía”. El entonces gobernador Rubén Figueroa Figueroa sostuvo que era imposible brindar servicios públicos a quienes vivían por encima de la línea de 225 metros sobre el nivel del mar; así, el desalojo fue una medida que, de acuerdo con la autoridad, impediría que continuara la contaminación en la bahía de Acapulco. Esta reubicación masiva es el contexto histórico de la fundación de Ciudad Renacimiento, colindante con el río La Sabana. Pero el proceso de urbanización en la zona periférica (en ese entonces) del municipio continuó con la construcción de dos unidades habitacionales en las inmediaciones de los terrenos lacustres: El Coloso (1974-1992) y Luis Donaldo Colosio (1987-1997).
Viví con mi familia en El Coloso de 1991 al 2011, cuando aún era posible observar los palmares y manglares en la línea de horizonte de ese entorno urbano incrustado entre los cerros. El recorrido habitual para visitar el puerto implicaba cruzar la carretera de La Sabana o la carretera Llano Largo, ambas colindantes con terrenos humedales, ambas se inundaban al menos una vez al año durante las temporadas de lluvia; la primera justo en la Glorieta del Cayaco, y la segunda se fundía con los pantanos a la mitad del trayecto. Del 2002 al 2005, el crecimiento urbano se aceleró de forma exponencial disecando casi por completo los terrenos lacustres en el área cercana a la actividad turística de la zona Diamante.
Recuerdo que a comienzos del siglo XXI aún era posible presenciar la migración masiva de ranas sobre la carretera Llano Largo y cangrejos sobre el Boulevard de las Naciones, ambas en dirección a los humedales cercanos a la laguna de Tres Palos. La masa descomunal formada por miles de pequeños animales era aplastada por los vehículos, quizás de forma inevitable, o quizás ya se había normalizado como un fenómeno anual relacionado con las lluvias. Esta zona aún era de predominio pantanoso poco antes de la inauguración de Walmart Diamante en 2005. Poco antes, por ahí mismo la gente se adentraba al pantano en canoas, una imagen cotidiana que tengo muy vivida del trayecto a la primaria Simón Bolívar.
En Acapulco el desarrollo urbano ha desdibujado los contornos de la laguna, los ríos y los cerros; sin embargo, cada vez que las precipitaciones pluviales son severas el agua reclama su terreno. Parece que no hay manera de lidiar con esto que amenaza con volverse un evento frecuente. Hoy, a casi un año de Otis es un alivio saber que John ya concluyó el trazado de su línea del agua y que a pesar de los estragos, su magnitud no guarda proporción con la madrugada del 25 de octubre de 2023.
Aún resta canalizar el miedo que se ha estancado. A mí me cuesta admitir que sigo con temor y que me duele no estar allí para acompañar a mis seres queridos. Me duele que cada vez se haga más presente este pensar que no hay manera de re-significar una ciudad tan expuesta a la inercia del medio ambiente y tan dependiente de la actividad turística. Algunos días me pesa más que otros asumir la decisión de no estar allí presente y admito también que me lastima la exclusión que ejercen algunos, sobre todo cuando conciben a quienes nos mudamos como una suerte de desertores. Me lastima también el oportunismo de esos otros para quienes —“los que estamos afuera”— solo existimos cuando somos útiles para respaldar un proyecto desde “afuera”. La omisión incentiva la intolerancia y es también otra faceta del miedo.
Ojalá que Acapulco dejará de ser ese todo pensado por quienes lo miran desde el centro y que esa imagen concentrada en favor de unos cuantos se permitiera cuestionar a quién beneficia en verdad el narcisismo territorial. Yo tengo miedo de la construcción cultural que se avecina tras el paso de los huracanes, pareciera que a algunos no les importa ofrecer la imagen del damnificado sometido al reparto de las dádivas, esos “espacios de poder” para ejercer el beneficio personal. ¿De verdad vale tanto la pena exportar esta imagen cultural en las noticias y en los museos?
Quizás sea prudente comenzar por aceptar que, a pesar de que las imágenes del desastre venden bien, Acapulco no ha sido la única ciudad impactada por el desastre en el estado de Guerrero. Si vamos a ser solidarios con las personas afectadas por los estragos del huracán John, ojalá que sea entonces de una forma desinteresada y no en favor de las campañas políticas, culturales y comerciales de unos cuantos. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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