Una épica trópico-forense: Érase una vez la fiesta
- Jacinto Arriaga
- 14 abr
- 4 Min. de lectura

En Érase una vez la fiesta, Geovani de la Rosa entrega una obra poética que es a la vez elegía y radiografía, mito fundacional y réquiem urbano. Se trata de un texto de aliento largo, casi una novela-poema, donde Acapulco no es una ciudad sino una figura del derrumbe: lugar del goce prometido devenido en infierno de balaceras, memoria, cadáveres y nostalgia tropical. El lenguaje de De la Rosa, sin concesiones, va arrastrando al lector como marea: rítmico, saturado de imágenes, dolido, filoso, mezclando lo sublime con lo grotesco y lo político con lo corporal.
Esta obra es también una invocación a la memoria colectiva. Se inscribe en una tradición latinoamericana que ha buscado descomponer los mitos de la felicidad oficial: ese “paraíso mexicano” vendido por la industria turística —Acapulco como emblema— que oculta la violencia estructural, la desigualdad y la descomposición moral. Si el Chile de Nicanor Parra destruyó la solemnidad lírica con antipoemas, si el Perú de César Calvo mostró el dolor de los invisibles en Las tres mitades de Ino Moxo, si Canto General de Neruda fue una épica de lo americano, De la Rosa toma el modelo épico y lo revienta desde adentro: Érase una vez la fiesta es un “canto degenerado”, un testamento agrietado por el plomo.
No hay aquí impostación lírica ni ambición por la belleza pura. Al contrario: el autor echa mano de recursos de la oralidad, de frases de bolero, de clichés turísticos, de vulgarismos e incluso de publicidad, para hacerlos estallar. “Vamos a Acapulco a gozar la vida”, repite una y otra vez, pero lo hace como mantra invertido, porque cada repetición es más dolorosa, más hueca, más trágica. El estribillo del goce se vuelve amenaza. “¿Sobre qué muerto estoy yo vivo?”, pregunta uno de los muchachos en el texto: una pregunta que resume el tono general de la obra, donde la muerte dejó de ser evento para convertirse en sistema.
La voz narrativa muta, se desdobla: a veces es testigo, otras es cómplice, otras más parece encarnar al mismo puerto, al mismo país. Pero nunca es indiferente. Aquí hay ternura (aunque desgarrada), hay asombro ante la belleza que resiste (“una garza esplendorosa cruzando la bahía”), y también una conciencia crítica feroz. La Muerte y la Fiesta son personificaciones complejas: dialogan, pelean, negocian; son entidades míticas y al mismo tiempo metáforas de la realidad contemporánea: el crimen como institución paralela, la fiesta como anestesia social, la pobreza como condena.
El texto no se lee de corrido, se experimenta. Exige atención, exige que uno se quede en cada imagen como quien escarba entre escombros. Hay fragmentos que parecen salidos de una crónica roja, otros de una canción tropical, otros de un poema. El ritmo es musical, lleno de síncopas y repeticiones, de rupturas que evocan el balbuceo de quien ha visto demasiado. El lector se encuentra con momentos de lírica pura (“la tristeza colorea ventanas de los hoteles”), otros de denuncia brutal (“me dieron una pistola y tuve que tumbar a un amigo de la infancia”) y otros de ternura irreal (“muchachas de branquias doradas cobraban cervezas en autoservicios”).
Es imposible no pensar en Pedro Páramo como antecedente remoto. Como Rulfo, De la Rosa trabaja con fantasmas, con voces que se mezclan, con un territorio que ha sido maldito desde su origen. Pero si Comala era un pueblo de muertos y murmullos, Acapulco aquí es un puerto de ruido, de sangre fresca, de cuerpos al sol y a la sombra del crimen. También resuenan ecos de José Emilio Pacheco y su mirada desengañada sobre el país, de Efraín Huerta y su “poeta en la urbe”, incluso de David Huerta en su invocación al desastre. Pero De la Rosa va más allá del registro culto o académico: escribe desde el barro, desde la esquina, desde el iguanal y el bar de mala muerte.
Érase una vez la fiesta es también un libro político en el mejor sentido: no por consignas, sino por su manera de denunciar la narrativa oficial. Hay una rabia contenida en cada línea: contra la televisión, contra el turismo depredador, contra la desmemoria, contra los que “hacen plusvalía con esta tragedia”. Y, sin embargo, no es un panfleto. La estética no se sacrifica. Al contrario: la belleza aquí es dura, como la de un cuerpo que aún respira entre escombros.
Hay momentos de epifanía, también, como cuando el narrador dice: “La Fiesta es un mito imborrable, pero ya no nos sirve”. Esa frase podría ser el eje de toda la obra. La fiesta como idea fundacional del México moderno —el país alegre, festivo, hospitalario— ha sido dinamitada. Lo que queda es una resaca permanente, un deseo de volver a un principio que nunca existió. Y la Muerte, como contraparte, no es solo la violencia física: es el olvido, la indiferencia, la repetición de un dolor hasta que ya no duele.
En lo formal, el texto es atrevido: no teme extenderse, repetirse, desbordarse. De la Rosa se arriesga con una prosa casi sin contención, torrencial. Algunos podrían objetar la extensión, pero esa duración es el punto. La violencia, el olvido, el hambre no caben en una estampa. Se requiere una voz inagotable para contar un desastre que no termina.
Finalmente, lo más valioso del libro es que no romantiza a las víctimas ni a los victimarios. Hay empatía, pero no compasión desde el pedestal. Los “muchachos que son como piedras ardientes”, los lavacoches, las prostitutas, los adolescentes, todos son figuras complejas, contradictorias, con hambre, deseo, miedo y humanidad. El puerto como personaje colectivo.
Érase una vez la fiesta es un texto para esta época. Una escritura que no se conforma con nombrar el horror, sino que lo enfrenta, lo desmantela y lo inscribe en una poética feroz, honda, irreverente. Geovani de la Rosa ha escrito una obra difícil de clasificar, pero necesaria. Una elegía tropical para un país que se nos va entre balazos, pero que sigue pariendo belleza. Porque, aunque la Fiesta murió hace tiempo, aún hay quienes —con los ojos ardiendo y el cuerpo hecho sal— se atreven a mirar el mar. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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