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Una manada de personas que escriben bajo el huracán

Geovani de la Rosa

Fui a la Feria Internacional del Libro de Acapulco 2022. A estar de lejitos, a estar donde la calidez y la vitalidad humana siembra soles en medio de la oscuridad. A estar ahí, en medio de viejas y nuevas amistades.

Los libros, la literatura, la poesía no nos salvarán de nada, de absolutamente nada, pero son una buena excusa para estar entre personas que tienen su propia forma de mirar el mundo y, posiblemente, la compartimos. Personas con las cuales podemos conversar, hablar vitalmente de nuestra estancia por esta realidad. Porque lo más importante son las personas, no los artefactos.

Los libros la literatura, la poesía posiblemente son una excusa para convivir y cantar mientras cierran el bar, para hablar de la vida mientras las crías se empapan bajo el aguacero o se adueñan de un jardín-alberca —la Ludoteca acuática inventada por la creatividad de las infancias en el Bar del Puerto 2.0—, para simplemente cruzar las miradas o sonreír o dar el saludo o despedida de puñito mientras se espera el turno de la siguiente persona que le toca tomar el micrófono.

Nos adueñamos de espacios públicos para platicar, para tomar una cerveza, para fumar, para hablar de la literatura y sobre cómo nos trata la vida; para forjar nuevos afectos y amistades, para por fin conocernos en persona, para inventar nuevos sueños como los que habitan en el balcón del lugar que renta Ari —discúlpenme por no poner apellidos—. Nos convertimos en una manada mientras Acapulco, asaltado por un huracán, seguía entre su caos y su belleza, su desorden y reglas fácticas, su ruido a urbe sobrepoblada y, a la vez, su ruido a paraíso tropical y costero.

Somos manada ahí, bajo el calor y la lluvia: el tocayo Rodríguez y su erotismo enredado en el lenguaje costeño; Brenda y sus frases mar de fondo que deberíamos guardarlas como lección de vida, y secando con servilletas de papel a mi chamaco cansado de jugar en el agua; Oliver y su manera crítica y su pesimismo luminoso como fuerza creativa; Bartolo como un lucero alrededor de la fiesta, organizador de vaquitas, como el hermano mayor escuchando y hablando con cada persona que estaba ahí; Diego Montes que no dejaba de pedir a Bertín Gómez; el compa José Manuel, rompedor de mamparas; Azul y su voluntad incansable y valiente, llena de ternura y alegría, como su mamá, a quienes mis hijos ven y no se les despegan; tampoco se le despegaron a Analí una vez que la conocieron.

Hablo de mis hijos en medio de esa manada de personas escritoras porque se la pasaron deambulando ahí, sintiéndose seguros, yendo a saludar a Carlos López a su stand y a José Luis Zapata —quien posee una rebeldía incansable para seguir haciendo lo que hace a pesar de lo que se le oponga— quien ya es su nuevo amigo.

Los libros, la literatura, la poesía no nos salvarán. Nos salvaremos nosotros, las personas, conviviendo, acompañándonos, dándonos un poquito o demasiado afecto, ese afecto entre el que deambulaban mis hijos junto a Bastian, el hijo de Toño Salinas y Miriam, a quien le tocó la talacha y la responsabilidad operativa de la FILA y no paraba de ir de un lugar a otro.

Habrá que hablar de la falacia, discutida en una mesa, que dice que “quien se dedica a la literatura se muere de hambre”, porque, primero, es una mala estrategia de publicidad andar diciendo semejante burrada y, segundo, porque opera bajo la lógica del dinero, donde importa dedicarse más a lo que te genere una fortuna, aunque renuncies a tus sueños, a lo que te gusta.

Dedicarnos a lo que nos gusta es la mejor manera de pasarla bien en nuestro momentito por esta realidad y no creo que alguien que trabaje en lo que le guste vaya a morirse de hambre, si bien no forjará una fortuna pequeño burguesa, pero hará bien las cosas y eso tendrá su recompensa.

Hay más personas por mencionar, la compañera de Coyuca, Dinorah, quien dijo algo que tiene que ver con esto de hacer lo que nos gusta: que ella es costeña y escribirá del lugar donde vive. ¿De qué más podríamos escribir sino de nosotros, de quienes nos acompañan, del lugar donde vivimos y crecimos, de nuestras personas ancestras que están enterradas aquí, ante el Pacífico? Dedicarnos a esto nos da la oportunidad de tomar pequeños territorios para charlar frente al mar o ponernos a cantar canciones del Buki.

Yo, seguramente, seguiré con mi terquedad de no tomar el micrófono, pero, durante este último fin de semana de mayo de 2022, me di cuenta de que hay pequeñas cosas, momentos que nos dan una gran felicidad, por los que vale la pena estar en este oficio. Que podré no estar al frente, en un estrado, pero habrá personas alrededor para escucharlas, para convivir, para acompañarlas, para platicar, para compartirles lo poco que sé de la literatura y la vida.

Había más personas ahí: Angélica, Astrid Paola, Martín con su hijo y su esposa; Yelitza, Ángel, Marianela, Miguel, Jesse y su stand destruido; Ari encargándose por un rato de las crías —algo que me dejó atónito—, Édgar Pérez, Carlos Nóhpal y su stand de teatro, la maestra universitaria que no me conoció, personas de la licenciatura y la prepa, y Citlali, quien es la responsable y se empeña para que estos eventos institucionales no desaparezcan.

Quizá lo que digo sea el efecto LSD —como lo dijo la colega de novísimas, Verónica— de volver a estar en Acapulco junto a personas que hace tiempo no veía y disfrutar de algunos momentos de la vida. Estar entre esa manada, con todo y crías, que somos. Ojalá vengan más días y tardes y noches como las que vivimos este 28 y 29 de mayo, con huracán o sol, que dure lo que tenga que durar, forjando nuevas amistades y arraigando aún más los afectos ya existentes. Espero volver a verles pronto.⚅

[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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