Los especuladores capitalistas de precios encarecen todos los derivados del cacao. Lo he leído en varias noticias y posteos en los últimos días. Alguna vez soñé plantar dos o tres arbolitos de cacao por ahí, donde me dejaran, donde me dieran permiso, donde los recibieran con afecto y esperanza. La respuesta en seco fue: ¿para qué quieres cacao? Cierto, para qué quiero cacao si no sé procesarlo y aunque tuviera el saber ancestro de hacerlo, también soy mal comerciante. Mis negocios quiebran aún antes de existir, así como mis sueños, así como cada mundo posible que imagino en silencio o en voz alta.
Siempre me he considerado un pesimista absoluto. Precisamente anoche debatía con la mujer que me acompaña sobre para qué hacer, actuar, vivir, si quizá nunca hemos sabido admirar la belleza de lo que nos rodea, de lo que ha creado la humanidad, si el mundo no es bello sino miserable, espantoso, una mierda sin gracia alguna; para qué si la dinámica mercantil capitalista lo único que quiere hacer de nosotros es convertirnos en sirvientes, pobres, hambrientos, consumidores, esclavos y fieles sirvientes, es decir, mierdas andantes sin propósitos, ilusiones, esperanza y, por tanto, sin tiempo ni anhelos de al menos imaginarse vidas diferentes, mundos alternos donde no nos consumamos ni nos violentemos unos a otros a cada instante. ¿O lo que hacemos es para ser recordados por nuestros actos o maldades? Pues resulta que permanecer en los recuerdos de las personas futuras no depende de uno mismo, sino de circunstancias externas: hay personas que jamás pensaron en ello y sus nombres están impresos en muros de víctimas.
Volviendo al discurso de las lamentaciones, uno se cansa de imaginarse, al menos en lo personal, haciendo cosas diferentes y no sobreviviendo a la vida asalariada llena de gastos, de deudas, de salarios que no alcanzan para al menos sobrevivir dignamente, sí, al menos sobrevivir con dignidad, porque lo de la vida digna no es más que otra falacia de los progres de nuestra época que se llenan la boca hablando de derechos y asuntos de su tipo, cuando todo a su alrededor es un drenaje anegado de plástico, basura y heces. Estoy cansado, me gusta la soledad y me considero incapaz de hacer comunidad. ¡Ay! esa palabra que nadie sabe qué significa en realidad, una palabra ahuecada por su mal uso. Me da igual, voy a tragarme mi café frío en mi baldío existencial.
¿Para qué dialogar sobre cambiar el mundo cuando ni uno mismo es capaz de mover de su sitio sus propias nalgas guangas? ¿Para qué soñar, anhelar, pensar, reflexionar y divagar sobre otras formas de interrelacionarnos, si la única vía es el lenguaje insultante, denigrante, superiorizante? ¿Para qué hablar de mejores sociedades, si cada quien abraza al árbol corrupto que le toca por herencia o amiguismo mientras profesionales verdaderamente capacitados hacen fila en la precariedad y el desempleo? ¿Acaso se cree que se puede construir un mejor país, un mejor estado, una mejor ciudad apelando a la ambición personal, al individualismo rapaz, a la mafia chupóptera que se vende como los únicos sabios y capaces de la cuadra, cuando no son más que unos fantoches, hipócritas y criminales de sonrisas amplias y dientes perfectos?
No voy a generalizar porque en algún rincón de este miserable país alguien actúa de forma diferente, pero, por mi parte, estoy harto de imaginar, escribir y hablar sobre mundos posibles cuando ni siquiera tengo paciencia para construir un mejor hogar para mis hijos desde una crianza distinta a la que me dieron. Además, los pocos árboles frutales que he sembrado han sido arrasados por la sequía, los huracanes y los vecinos que no entienden que dejen de quemar basura, mientras los especuladores de precios de productos básicos andan en lo suyo. Entendámoslo: en este universo y todos los que haya siempre ganan los malos, y los buenos hace rato brillan por su ausencia. ⚅
[Foto: Gonzalo Pérez]
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