Estaba a la mitad de mi carrera en la Universidad Americana de Acapulco, el proyecto que comenzó José Francisco Ruiz Massieu en 1992 —que aún existe sobre la Costera como una maqueta de unicel—, cuando leí Dos horas de sol. En 1994 asesinaron a Massieu —seis meses después del otro asesinato, el de Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI a la presidencia— y con ello, la universidad se vendría abajo; se volvió un lugar patito (como escuela de Tlalpan). Pero un día de ese mítico 1994, me eché en la playa de Plaza Bahía (la llamada “Plaza Vacía” que sale en el libro) a leer; no imaginaba nada del futuro. Hacía sol y yo leía un libro que hablaba del mismo lugar donde yo había vivido toda mi vida.
Me reencuentro ahora con el libro. Yo crecí, él también. Deberíamos ser más maduros, ambos, pero no lo somos. Me volví a reír. Una cosa me llama la atención: todo, todo lo que el autor cuenta sobre el puerto es así, tal cual. Como una nota periodística: los problemas ambientales, la laguna de Tres Palos, la droga, el exceso de hijos de papi en descapotables sobre la Escénica, narcos (ahora mucho más, eso sí, pero ya estaban ahí en el libro: oscuros y panzones seres saliendo de la nada), el alcalde nepotista que crea una ONG a nombre de su hermana para darse premios por su excelente trabajo, la corrupción, la suciedad.
La trama: dos hombres viajan de la Ciudad de México a Acapulco a hacer un reportaje para una revista de la que son socios. Les toca un huracán que arruina todo. Conocen a unas gringas que buscan seducir. En medio del escenario diluviano convergen rencillas viejas y una extensa disertación sobre el personaje fuera de foco: no los hombres en crisis, de mediana edad, casados, infieles y canallescos, envueltos en el celofán de una virilidad demodé: gandalla, alcohólica y horny, sino ese Acapulco que existe en la novela por su negación: es invisible (porque la lluvia impide ver algo), con calles llenas de baches; paradisiaco pero sólo porque una vez lo fue; es un lugar del No en ese presente atroz, en ese momento de triunfo en la economía nacional, pero un fracaso en todo lo demás. El 1º de enero de ese hermoso año aparece además en la fotografía borrosa el Ejército Zapatista. Por si fuera poco, hay indígenas en el país que reclaman cosas. Reclamos históricos. Cuando todo comenzaba a ir bien, dirían los whitexicans.
Sería divertido si no fuera trágico. En este país la risa nunca vive sola. La resguardan un judicial corrupto, un político lambiscón y una burocracia creada para entorpecer cada trámite, por sencillo que parezca.
La tumba fue publicada en 1964. Como varias novelas de aprendizaje, tiene muchas deudas. No se las vamos a cobrar. Faltaba más. Pero me gustaría pensar en un hilo que podría sostener con una novela de 1923, del escritor francés Raymond Radiguet: El diablo en el cuerpo. Sus protagonistas son cortados con la misma guillotina del cinismo. En el caso de José Agustín hay ironía, en el del francés hay mayor crueldad, una preparación sublime del verdadero canalla. Lo que ambos hacen con las amantes es atroz: toman el amor, el deseo, y lo regresan en modo abyecto y sucio. Los antihéroes las hacen abortar. Las mujeres son sacos vacíos, ultrajados y mancillados en todos los aspectos. Ellos se van, pero ellas no vuelven a rehacer su vida. Es el destino del hombre/ espacio-público, mujer/espacio-doméstico/secreto.
¿Qué le debemos a La tumba? Para empezar, que haya corrido ese tupido velo que se tenía en el panorama nacional con la literatura emperifollada, ambiciosa, presuntuosa, de la generación de medio siglo. Gracias, gracias por eso. Otra cosa fundamental es el lenguaje. Es una novela fresca, y en ese cinismo al que hago referencia se encuentra un fenómeno: no hay nadie más moral que un cínico. Es un vidente decepcionado del mundo anterior, el de los valores. Por eso es un alma en pena. No se halla con los padres, burgueses; con los amigos, burgueses, y él debe reconsiderar ese lugar que guarda en el mundo adulto y el que va a dejar en breve, la adolescencia. No habrá justificación posible. Deberá corresponder al mundo que le toca. El que desprecia tanto. Tantísimo.
El desparpajo joseagustiniano es, hasta ahora, parte de su sello de garantía, su ISO 9000. Apodos, nombres en inglés, la escritura pop que recrea un lenguaje orgulloso de significar para unos cuantos: la chaviza/la gente de onda. Gabriel Guía es, pues, un protagonista desencantado, un joven eterno, flotando en su patineta de Lohagoporquepuedo, lodigoporquequiero.
Treinta años después, en plena euforia del TLC, en la unificación de las almas comerciales de un solo bloque en Norteamérica, los vecinos poderosos incluyen a su patio trasero y lo peor es que todo fue aceptado como se acepta todo en México: con credulidad, fe idiota y un miedo tímido a que las cosas sean “verdaderas”, salgan “bien”; en ese año (1994), justo, se publica Dos horas de sol.
Los personajes Nigromante y Tranquilo podrían ser una versión envejecida y gastada (no más sabia) de Gabriel: en ellos está la pertenencia al club que es la clase social, el desprecio y la crítica por lo que es burgués, pero también la fascinación por esa pertenencia; juntos, como antecesores de los charolastras de Cuarón, representan a la clase media chilanga: aspiracional, creyente de lo gringo como si fuera la virgen de Guadalupe, escuela privada, casas en Cuernavaca y Acapulco. La autopista del sol recién inaugurada, el carro de papá para salir del D.F. Los dos personajes estiran la misma cuerda desde lados opuestos: el que estudió en el extranjero, refinado, rico; y el pobretón culto, resentido, que arroja citas librescas a la primera oportunidad: su modo de pertenecer es humillar con su cultura. Entrar a codazos con los griegos y romanos que los sostienen en su divagación teórica.
En ese viaje de trabajo se hospedan en el antiguo Crowne Plaza (ahora Hotsson Smart) y les toca el huracán Gilberto; avanzan en medio del diluvio: existe la belleza opaca del lugar, pero está cubierta por la bruma siempre; se adivina el paraíso que debería estar ahí, pero el agua impide verla.
En este país podríamos reírnos de tantas cosas, pero nos gana el mínimo pudor de la autocrítica. La tantita madre que aún nos tenemos. La mínima piedad.
En Acapulco lo que no se cayó está a punto de caerse. Ningún lugar de mi infancia sobrevive. No hay memorabilia. Claro, la franja de hoteles sigue ahí. La bahía. Pero no los sitios inmediatos de la vida cotidiana para nosotros, los nativos, los herederos de esta tierra agreste que un día, hace mucho, fue la entrada de Oriente a este lado; la Nao de Manila: por eso tantos acapulqueños, incluyendo a Lyn May, parecemos filipinos sin país. El nuestro es un puerto carguero de putas, pedófilos y chilangos pobres.
La belleza suele estar ligada a un destino trágico, como en la película Sunset Boulevard de Billy Wilder, con Gloria Swanson, una actriz del cine mudo que se niega aceptar que la ciudad, como el cine mismo, cambió. Pero más allá de la fantasía de una ciudad transformada, el comienzo de un Hollywood estruendoso, estaba su mansión: enorme, vacía y en ruinas. Es por amor que ella va restaurando partes de la casa cuando aparece un joven guionista que la engatusa. Ella es el pasado, él es ese presente que desprecia: el cine con sonido, nuevas actrices, nuevos directores. El glamur cambia, y es por amor que ella sale del “congelamiento” como una flecha conducida al destino trágico. Como un conocido cuento de hadas.
Eso es Acapulco: un sitio en ruinas, con la alberca vacía, con el jardín enloquecido que se vuelve selva, un templo abandonado. Al que nadie puede decirle la verdad. Es difícil enfrentar a una persona. Pero ¿a un lugar? ¿Cómo le decimos a los edificios, a la playa, a los antiguos restaurantes elegantes: "Dejen de existir, no pertenecen, su lenguaje es incomprensible y su vestido es viejo"?
La respuesta fue dada, primero por el turismo internacional, luego por las autoridades: el abandono. Los únicos que aman Acapulco, que son fieles de esa Meca, son los habitantes del Edomex, el contingente de la clase trabajadora. Las hormigas que viven alrededor de la Ciudad de México y a las que no les importa qué fue Acapulco, qué quiso ser. Para ellos esta playa abarrotada en Semana Santa es el único imaginario.
La bahía más hermosa del mundo posee las playas más sucias del país. No hay agua potable, no hay buen servicio de limpia: las montañas de basura son épicas. Pésimo transporte público y en los últimos cuarenta años posee uno de los ayuntamientos más corruptos de América Latina. Aun así la gente ve, quiere ver, en esos edificios comidos por el salitre y la humedad, un pasado glorioso. Una dimensión desconocida. En su cabeza existe el relato mágico del abuelo o del padre o la madre de cuando ahí era mejor. A este lugar horrendo se le cayó la escenografía.
Lo que importa de Dos horas de sol es que es un documento vigente sobre dos fenómenos: Acapulco como tema/problema político y una generación desencantada. Personajes tristes, depresivos, alcohólicos. Las mujeres (las gringas) tienen la sartén por el mango. No ocultan el poder. Ellos no se niegan, al contrario. Son los mexicanos dóciles entregados al extranjero, al TLC. Ellas son la renovación; ellos, el mundo estático, en crisis. Acapulco es Sodoma que se niega a caer al agua. El autor lo dice cada cierto tiempo: “Aquí es/aquí era”. Un ensayo a cuentagotas sobre un lugar que es estado de ánimo, estatus social, presunción ridícula. Los puteros, el costo excesivo, los policías corruptos. Una metáfora desbordada como esa misma tormenta que los tiene atravesados a todos. Nadie puede “salir” realmente del hotel y cuando lo hacen es para avanzar lentamente a todos los lugares comunes (la Escénica, la Quebrada, Barra de Coyuca) que no pueden ver. Siempre acaban empapados, condenados al cuarto de hotel donde la tensión entre Nigro y Tranquilo aumenta. La amistad masculina tensa en el albur permanente de los amigos echando carrilla y soltando en medio de las bromas ese desprecio de clase de uno a otro: arriba/abajo/arriba. Lo “naco”, lo “perdedor”, lo “burgués”.
José Agustín no hace sociología de lo inmediato, hace un retrato soez/chistosón de esos hombres que escalan socialmente en un medio vinculado a la cultura de Estado, una cultura institucional: revistas, editoriales, secretarías de Cultura, frente a lo independiente, que no tiene oportunidad. En un autor que se considera un defensor de hombres que sólo buscan el placer y el apareamiento a granel (coger por coger) y muchas veces tenga de personajes a hombres animalescos (aun con sus citas cultas), es notable que las gringas sean mujeres empoderadas que pasan toda la novela negándose a tener sexo. El poder no está en el dinero o en que sean gringas (material superior de acuerdo a uno de los protagonistas) sino en mantenerse “cerradas”, no “ceder” ante ellos, que son lo primitivo, lo básico, lo “prieto”. Ellas son el futuro, el TLC, la abundancia, las tetas enormes, la seducción dispuesta. El sexo es un arma política. Ellas ganan sin saber qué ganaron.
Pero José Agustín ama lo imposible: el lugar que nunca existió. Ni siquiera para los que lograron verlo en “pie”, el mito de la belleza, lo prístino, las dichosas estrellas de cine de los años cincuenta. Un Acapulco en su imaginación. ¿Qué es lo que se ama a fin de cuentas? Un sitio cuya luz fue breve. No hubo riqueza. Eso es algo que los viejos inventaron: ellos creían que el dinero era las propinas. Las migajas de un dinero invisible, que nunca circula hacia “abajo”. De eso se alimenta uno de los lugares más pobres del país: del servicio. Ser el servicio. El mar está ahí, se alcanza a ver entre las casuchas de las afueras antes de llegar a la zona de lujo, donde el acapulqueño promedio sólo puede entrar si es a limpiar. Es todo (en 2021, el Coneval determinó que el puerto es el municipio con mayor número de habitantes en pobreza extrema).
Dos horas de sol es, pues, un ensayo sobre la impunidad, la corrupción, la pauperización de un lugar que tuvo hace mucho glamur y belleza. Pero que, bien lo retrata este testimonio, desde los años noventa es un basurero y eso le da al autor el punto de arranque para esta novela despechada: eso es la política, el matrimonio, el comercio, el sexo, la dificultad de “verse” entre sus personajes; la ceguera que ocasiona el agua en la tormenta. Nada está afuera. Ni siquiera el lugar más hermoso sobre la tierra. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
______________
*Prólogo de la novela Dos horas de sol de José Agustín reproducido con autorización de la autora.
Comments