La primavera me recuerda el confinamiento. Cada marzo y abril es para mí como el abril y marzo del 2020. Es el aniversario de los primeros días de pandemia. Entonces yo era optimista. Me hacía falta un descanso, dejar de correr. Veía con buenos ojos el encierro. Quería acomodar mis pensamientos y sentir. Siempre tengo ganas de sentir. Creía que el mundo se pondría mejor. Me angustiaba ante la sospecha del dolor ajeno. Temía por mi abuela, por mi vecina. Pero creía, depositaba mi fe. Pensé, de veras que sí, que el mundo mejoraría. No pasó. Al contrario. Lo que venía siendo mi mundo hasta entonces, se derrumbó.
No estamos ni un poquito cerca de haber creado una mejor versión de nada. En aquellos meses no era la única optimista. Recuerdo que ante la tragedia había un espíritu colectivo por avivar la esperanza. Se hablaba de las lecciones que vendrían, de las oportunidades. Un arsenal de consejos para pasar el tiempo: recetas de cocina, actividades para hacer. Teníamos que dictarnos qué hacer. Mantenemos esa manía; las personas siempre nos estamos dando indicaciones. Mi padre incluso, externó en Facebook una opinión sobre la oportunidad que nos otorgaba la crisis sanitaria para repensar la soberanía alimentaria. Y luego murió.
La gente del cuadrante literario se puso a grabar poemas y cuentos al por menor. Incluso yo. Las infografías sobre cómo lavarnos las manos mientras recitábamos un poema o cantábamos alguna canción popular me dan un poco de ternura ahora. Qué ingenuidad. Y el poema falso de un supuesto pasado donde se narra que la gente se había guardado, y todo se detuvo para que la humanidad sanara, me exaspera todavía.
A tres años aún intento ser optimista, de verdad que lo intento. Pero a veces flaqueo y admito que nada mejoró. Al contrario, como habitantes de esta tierra demostramos que no sabíamos hacer lo básico: cuidarnos los unos a los otros. Quizá tienen razón las malas lenguas y es la violencia la que no es connatural. Yo contrargumento a veces y digo que si vemos a un bebé indefenso nos dan ganas de cuidarlo, de protegerlo, no de mancillarlo. Pero puede que me equivoque. Hoy siento que me equivoco. Somos malas personas en el fondo.
El mundo ya no volvió. Nos lo arrebató la enfermedad y la muerte. Regresamos a intentar recuperar lo perdido, el tiempo, las muecas. Al cabo de una vuelta terrestre, salimos de las madrigueras como no queriendo. Nos ocultamos las salidas al principio para no despertar sospechas, para que la gente no nos recriminara el no respetar los protocolos. Pero salimos a tentar las calles, a encontrarnos con personas queridas, a despedirnos de nuestros muertos. Quizá buscábamos los despojos de ese mundo que se llevó la pandemia. No había nada.
En lugar de reconstruir hablamos de una normalidad nueva. Porque lo normal da seguridad. Y la reconstrucción remite al trabajo, al esfuerzo y no nos gusta. Lo nuevo siempre entusiasma. Solo que el mundo es monstruoso y su atrocidad nos persigue, nos dice corre que te alcanzo, te alcanzo y te muerdo y va a doler, va a doler.
El 2020 nos trajo un virus con su cruel pedagogía como lo escribió Boaventura de Sousa Santos. En realidad parecía que el virus era una especie de luminaria que ilustraría lo que no se quería ver: desigualdad, injusticia, corrupción, egoísmo. No es que esos temas no tuvieran reflectores, es que de todo eso incomoda hablar, antes y después de la pandemia. Es mejor negarlo. Decir que se exagera. No sé si negamos los días de confinamiento al no conmemorarlos. Cada quien que gestione su memoria, sus recuerdos y sus olvidos. Por lo pronto yo siento la urgencia de decir que me agota ir por el mundo aparentando que volví. ⚅
[Foto: Carlos Ortiz]
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