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Enrique Montañez

Daimon Socratis




Las atribuciones propias de los demonios son las de fungir como intérpretes y mediar entre los dioses y los hombres, llevar al caelum las súplicas y los sacrificios de éstos, así como comunicar a los individuos los edictos divinos. Y entran en comunicación directa con nosotros durante el sueño.

Diotima, en El banquete de Platón, también refiere que dichos númenes llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra; es decir, el aire, el mundo sublunar. “Son el lazo que une al gran todo”, de ellos emana esencia adivinatoria, los misterios y las profecías, es decir, parte de la sabiduría arcana. Por lo tanto, quien es sabio resulta un demoniaco.

La concepción de los demonios como intermediarios, según Diógenes Laercio, proviene de los pitagóricos; no obstante, con Platón se establece una especie de demonología sistematizada, reflexión filosófica nutrida —como es debido— por las creencias populares.

Para el nacido en la isla Egina existen tres tipos de daimonion; el que interesa en esta ocasión corresponde al guardián del individuo, es decir, el demonio particular que nos guía en el discurrir de la vida y al que se le confía nuestra alma para que, después de la muerte, la presente ante los jueces divinos.

El alma, luego, es el elemento demoniaco de la naturaleza humana, obra del Demiurgo, aseguraba Platón, a quien también le compete la creación del universo, modelo de perfección suprema. El demonio del alma ejerce funciones de conciencia [psiquis], pues se le asigna el atestiguamiento y el arbitrio de la conducta del hombre a su cargo, tanto de obra [actos] como de habla interna [pensamiento].

Apuleyo, continuador e impulsor de la demonología platónica, cataloga a este numen-vigía como “gobernador personal, curador particular, buscador íntimo, observador asiduo, espectador inseparable, testigo inevitable…”.

En su opúsculo filosófico De deo Socratis, en el cual el escritor latino aludido expone el demonio socrático como summum daimónico, Apuleyo describe a Sócrates como de virtud casi perfecta, cuya dignidad de sabiduría lo asemeja a los dioses. Por consiguiente, esa voz que escuchaba [daimon] provenía de la divinidad. “Tal prodigio comenzó en mi infancia; se deja oír en mí”, cita al maestro de Grecia el autor de El asno de oro.

Acusado por Melito de impiedad [asebeia] y de corruptor de los jóvenes por sus enseñanzas, Sócrates acepta la sentencia del Tribunal de los Heliastas debido a que su demonio no lo conmina a oponerse a las acusaciones. Aquella voz que lo había disuadido de que se dedicara “a los negocios de la república”, es decir, a la mundanidad, y de no haber sido así “mi vida no hubiera sido útil, ni para mí, ni para ustedes, pues no hubiera podido hacer las cosas que he hecho”, en esta ocasión guarda silencio.

Sócrates consiente la pena capital, pues su “demonio familiar”, aquel que lo condujo por el camino de la sabiduría, “no me ha dicho nada”. El daimon socratis aprueba el castigo para el hijo de Sofronisco, no lo advierte en contra “como acostumbra”, y por consiguiente el filósofo ateniense considera que la muerte a la que se le condena no es un mal, sino “un gran bien” para él. Antes de beber la cicuta, Sócrates pide a quienes lo acompañan en su última hora que no lo molesten con su llanto, “pues un hombre debe morir en paz”.

Así, se entregó por completo a las finalidades asignadas a su guardián demoniaco, aquél cuya intercesión divina contribuyó a que germinara uno de los más grandes pensadores de la Antigüedad.⚅

[Foto: Vanessa Hernández]

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