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Inteligencia e IA, notas y reflexiones I/II

  • Efraim Medina Reyes
  • 16 jun
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 23 jun

1. Intruso.

Podemos considerar tecnología a cualquier elemento que hayamos sumado a nuestra condición biológica. Desde una piedra lanzada, en el amanecer de los tiempos, contra una presa o un enemigo, hasta el uso del fuego para domar metales y alimentarnos de forma más eficaz. Cada fase tecnológica nos ha llevado a otro nivel de percepción de nuestra entidad, nuestro entorno, nuestro impacto en él. Y, por supuesto, ha producido un cambio. Descubrimientos e inventos nos han hecho crecer como especie y fortalecido nuestra hegemonía sobre el planeta. Pero también nos han separado, fragmentado en capas: cultura, tribu, etcétera.

Llamamos inteligencia a la capacidad de responder a conflictos, dificultades, peligros, dilemas y enigmas. También a la posibilidad de encontrar soluciones, o al menos de intentarlo, evitando en lo posible el daño colateral. Para tal esfuerzo hemos empleado el cerebro, con sus múltiples funciones. Hemos pensado, estudiado, experimentado. Hemos explorado lo conceptual y lo concreto, catalogado, vinculado, aplicado. De todo esto hemos derivado algo que solíamos llamar Realidad: una dimensión compleja, múltiple, que se ha transformado a lo largo de un proceso histórico hecho de luces y sombras. Un proceso donde nuestra separación se volvió cada vez más sofisticada, terrible, plagada de una lógica absurda y feroz, construida para justificar su propia dinámica. Un proceso que nos ha fragmentado en categorías cada vez más estúpidas y miserables.

Se puede decir que alcanzar la cima del conocimiento coincide con la desesperación de la estupidez. Lo que resume la victoria de la fuerza sobre la razón y de la intolerancia sobre la sensibilidad. Así, seres y naciones alfabetizados y tiránicos (imperios) han ganado el control de esa Realidad a lo largo de la historia y han adaptado los frutos de la inteligencia humana a sus propios intereses. No hace falta decir que la inteligencia en manos estúpidas ha producido daños cada vez mayores, directos y colaterales, dejando devastación y miseria en todo el planeta, y concentrando el privilegio en los llamados círculos del poder. Lo que este Poder quería pasar por alto es que la Tierra es una sola, y que las consecuencias —como ciertas enfermedades— llegarán tarde o temprano, sin distinción de raza, credo o geografía.

Hoy vivimos una fase tecnológica caracterizada por artefactos digitales capaces de crear una nueva realidad: la realidad virtual. No es algo que haya ocurrido de golpe; es la consecuencia de un proceso que hace tiempo fue secuestrado por el Poder que controla esa realidad, el sistema que la sostiene y el mecanismo que la mueve. Ese Poder, con una lógica perversa adaptada a sus necesidades, decide cuándo, cómo y qué descubrimientos podremos conocer y usar. La última fase que nos ha llegado desde esa dimensión virtual es la ya célebre IA. Llevo semanas pensando y escribiendo sobre varios aspectos de esto. En la próxima publicación compartiré algunas de esas reflexiones.


2. ¿La inteligencia es inteligente?

Lo primero que la IA demuestra, en mi opinión, es que lo que hasta ahora hemos llamado inteligencia no está a la altura del significado que le atribuimos. Preferiría decir que nuestra inteligencia humana no es más que otro nivel de nuestra desmesurada estupidez, y que la inteligencia real sigue estando fuera de nuestro alcance.

Nadie puede negar que la humanidad ha sufrido los mayores cambios en comparación con otras criaturas que aún habitan el planeta. Sin embargo, esos cambios no son tan profundos ni sustanciales como nos gusta creer. En realidad, en los últimos siglos, en lugar de transformarnos, nos hemos dedicado a amplificar y repetir. En algún momento, nuestro camino se detuvo y desde entonces vagamos sin rumbo, luchando en vano contra nuestros propios fantasmas, ambiciones e ilusiones. Atrapados en una estructura fija llamada Realidad —una estructura hecha de luces, eslóganes y mentiras— el Dios que soñamos se ha convertido en un pedazo de basura, dejando un vacío que intentamos llenar con guerras o, quizá peor, con consumo masivo de entretenimiento, toneladas de nada envueltas en plástico, y una ridícula obsesión con prepararnos para nosotros mismos y todo lo demás.

¿Qué es la inteligencia, entonces? Al plantear esta pregunta, solemos pensar en la ciencia y el arte, es decir, en el conocimiento y la imaginación, guiados por el ingenio y la creatividad. Y eso es lo que alimenta a la IA. ¿Pero de qué se trata en verdad? Lo que parece, al final, es un catálogo de todas nuestras incertidumbres y certezas frágiles. Un juguete multicolor repleto de éxitos cuestionables, flotando en el vasto y oscuro océano de nuestra ignorancia. Por eso la IA puede reproducir todo lo que le pidamos de lo que ya sabemos, con las variantes posibles y un poco más. Así, acelera nuestra inclinación a amplificar ciertos procesos, sin llegar a nada.

Tal vez creas que divago, pero piensa por un momento en las dos grandes fuentes de conflicto que nos aquejan como individuos. Una es de naturaleza psicológica: todo lo que nos perturba y aflige emocional y mentalmente. La otra es física: las enfermedades que nos debilitan y el miedo a la muerte. Con todo lo que sabemos sobre el cuerpo humano, con toda la investigación y los avances, uno pensaría que bastaría con volcar ese conocimiento en una IA para que nos diera al instante la cura contra el cáncer, por ejemplo. ¿De qué sirve la IA si, reuniendo todo nuestro saber, no puede ofrecer una respuesta concreta a nuestros males? ¿O será que nuestro proceso científico e histórico no es más que una síntesis de arrogancia y miseria, diseñada para justificar los daños que hemos causado? Si es así, la IA no es más que otro dios fallido, otra pieza del vertedero interminable de nuestras ambiciones rotas.

¿Qué nos puede dar, entonces? Si reemplaza funciones humanas, nos quita esas funciones. A cambio, ofrece mayor precisión. Y no estaría mal si eso nos dejara tiempo libre, siempre que supiéramos qué hacer con él. Podríamos hablar de las consecuencias económicas, pero prefiero centrarme en el tema del tiempo. Quejarse por falta de tiempo es uno de los lugares comunes más repetidos. La pregunta es: ¿tiempo para qué? ¿Para desarrollar nuestras mentes, para derrotar la estupidez? Tal vez, con más tiempo en nuestras manos, podríamos lograr algo que de verdad merezca llamarse inteligencia. Tal vez sea hora de responder a todo lo que aún no hemos resuelto.

El problema es que ese tiempo que anhelamos siempre estuvo ahí. Y pareciera que hicimos todo lo posible para evitarlo. En lugar de crear una realidad que fuera un flujo constante de tiempo para nutrir nuestra mente, diseñamos esta Realidad como una prisión. Una cárcel donde se ha detenido nuestra evolución como seres potencialmente inteligentes. Una estructura que impide la producción de nuevos conceptos, de pensamientos capaces de expandir nuestros límites y conducirnos más allá. En su lugar, nos convertimos en funciones repetitivas, aburridas, que sólo saben reproducir el patrón establecido, destruir lo hermoso y pudrirse sin remedio.

Lo gracioso —o lo trágico— es que solo una cosa merece llamarse inteligencia: lo imposible. ⚅

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[Foto: Carlos Ortiz]

 
 
 

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