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  • Geovani de la Rosa

Descolonizarnos


Vi a mi abuelo materno sonriendo en medio de la fiesta de su pueblo, Ixcapa, allá por principios de la década de los 90. Vi a mi abuela materna platicando con sus amigas afuera de la iglesia, después de misa. Mi madre me ha contado que sus primos a caballo eran los personajes principales de la fiesta patronal de su tierra. Recuerdo a mi abuela paterna vendiendo maíz en una esquina del mercado de Pinotepa. Recuerdo a mis tías paternas vendiendo comida entre el bullicio de la feria que se ponía cada Semana Santa y no sé si eran felices, desconozco si les gustaba estar ahí, pero las vi llenas de esa vitalidad soleada y calurosa de El Trópico. Recuerdo a mi padre, junto a sus amigos y demasiada gente alrededor, marchando por las calles, tomando el palacio municipal, lanzando discursos sobre la democracia y lo que demandaba la gente en esa mítica pérgola levantada en el parque de Pinotepa.

A lo largo de mi vida, he escuchado que, tanto en Guerrero como en Oaxaca —principalmente en la franja costera al sur de Acapulco—, no hay progreso, no hay desarrollo, sólo hay ignorancia y el arte brilla por su ausencia. No creo que sea así. El progreso y el desarrollo de los pueblos son las trampas de la modernidad, del gobierno y del mercado. A cambio de la evolución civilizatoria nos han metido en la cabeza de que la vida plena está en otros lares, en esas urbes inhabitables: nos han mentido y nos han metido en la cabeza de que nuestros sueños están lejos de nuestros territorios de nacimiento, donde están nuestras familias, nuestros amigos, donde está nuestra memoria y nuestra historia, las raíces de nuestra vida. Reconozco que caí en la trampa de ese discurso, pero me queda media vida para enmendar este error.

Estoy cansado de que repitan, colonizadores y colonizados, empresarios y explotados, que nuestros territorios están habitados por muchedumbres sin pasado, sin lugares de vida en común para el ocio y el entretenimiento y sin historias dignas. Estoy harto de que nos repitan sin descanso y con saña que somos ignorantes, retrasados, faltos de cultura, porque en El Trópico no hay bibliotecas, no hay museos, no hay teatros no hay salas de cine ni suficientes escuelas que nos saquen de la supuesta inepcia. Existen estos lares, los hay, pero no bajo la estética hegemónica de quienes imponen el progreso. Miremos alrededor y encontraremos todos estos “centros de intelectualidad” de los que nos señalan, nos culpan y nos castigan por en apariencia no tenerlos. Quizá no hayamos construido estos artefactos modernos porque, apelando al recuerdo, no los necesitamos.

Vi a las mascaritas iluminando la calle del pueblo donde vivía mi familia materna. Vi a personas declamando sus poemas en una banca del parque. Vi a un pintor ofrecer sus cuadros y charlar amenamente sobre su oficio en la entrada del mercado. Vi a un teatrero en escena a mitad de una calle cerrada. Vi a personas aprendiendo sobre la naturaleza, los animales y vivir en común bajo un tamarindo, parando un corral, recogiendo la cosecha. Conversaban sobre la música haciendo surcos bajo el sol. El discurso y la lógica de la alta cultura quitará valor a estos actos, pues desde su púlpito lo único que importa es el artefacto, no las personas alrededor ni el acto de hacer arte y vida ajenos —ellos dirán transgrediendo— a su estética institucional.

Seguro de mi pensamiento concluyo que no necesitamos centros y eventos culturales desolados para colocar artefactos artísticos que no testimonian el pasado ni el presente ni los sueños de nuestros pueblos. No necesitamos ese arte al que no le interesa nuestra subjetividad, nuestra forma de vivir, de pensar, de estar en el mundo. Y si algo es urgente son personas reunidas vitalmente para hablar, compartir y acompañarse del arte, de la literatura, de la pintura, de la escultura, de la propia existencia y de cómo va la vida en nuestros territorios.⚅

[Foto: Gonzalo Pérez]

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