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  • Izel Flores Padierna

¿Todavía hay de chicharrón?




Si hay algo que el dinero realmente no puede comprar es la sazón, ese buen ojo para la sal que es como cualquier otro talento: se tiene o no se tiene. Nadie pasaría dos veces por el suplicio de ir a un puesto de comida desabrida (no en balde “el rancho”, un guisado sin sabor, es una forma más de castigo en los anexos y cárceles) y mucho menos el de acabarse una comida que no disfruta (“no te levantas hasta que no te acabes el plato”).

Para quien tiene buena sazón no son necesarios ingredientes extravagantes ni rebuscados, quizá por ello resulta vital para los tacos de canasta, que se sostienen sobre tres comidas base (chicharrón, papa y frijol), eso sí, bien sazonadas; adobo, mole verde y cochinita son un extra; meter más es exagerar y el éxito (aunque también el desprestigio) de esta variedad de tacos radica en su simpleza, que también se halla en su manera de comercializarlos: sólo se necesita una bicicleta, un recipiente para la salsa (generalmente un bote que solía contener mayonesa), un poco de papel estraza y, claro, el plástico azul, ese color que da limpieza, pulcritud y frescura, pero que también sirve para distinguir a aquellos que son de Tlaxcala, los “auténticos” taqueros de canasta, de los que no: la pelea por el origen de los tacos de canasta es, como la de muchos de los guisados más representativos, además de legendaria, cuestión de principios: que si las semitas, el pozole, el mole; un eterno pelear entre estados y familias.

Los de canasta son los tacos del pueblo, algo rápido, para ir corriendo. Son el desayuno de los del turno de noche, los de la manda, los peregrinos, de la fiesta mediana, del convivio escolar. Equivalente a un kilo de azúcar y un frasco de café en los velorios (“para no llegar con las manos vacías”), te sacan del apuro. Los de canasta son los tacos más desprestigiados del país; hasta en estos hay clases, “¿De canasta? Ni que fuera albañil”. Puedes verte muy chic, como Belinda, comiéndote unos al pastor, pero no unos de canasta, en cuyos puestos las personas se relajan al grado de lamer la salsa de los platos, sorber el vinagre por un costado y tomar los chiles con la mano. Algunas incluso exigen atención mientras comen y no falta quien pide que le cambien un taco de papa por uno de chicharrón sin importar que el primero lleve en su plato unos minutos. ¿A quién se le ocurriría cambiar su taco frío de pastor por uno de suadero? Si no hay cambios en la ropa interior, ¿por qué en el taco de canasta sí? El taquero de canasta sabe que para su producto no hay límites, no hay nada que no pueda decir el comensal.

El taco de canasta, además, es proteico: puede ser plato principal, relleno o botana; además, es cómodo, cálido, pero no caliente, y no sabe experimentarse en singular, como afirma Dubravka Ugrešić, sobre el doughnut: siempre son chicharrón y frijol, frijol y papa, adobo y chicharrón, papa y frijol. A diferencia de otros de su especie (que necesitan espacio, lumbre, parrillas y platos), el de canasta cabe en cualquier mesa o en dos simples servilletas. No necesita locales de 9x9. Sólo una fila organizada o un local del tamaño de un callejón.

Por si todo lo anterior fuera poco, el de canasta tiene una (otra) ventaja sobre los demás: el taquero, después de repartir la orden, tiene las manos vacías mientras llega el siguiente, no tiene que cortar, freír, ni rotar nada, puede tomar una pausa, evitar los gestos y ver hacía otro lado, incluso ocultar la cara tras la pantalla del teléfono ¿Qué hacía el taquero de canasta para escapar del mundo antes de los celulares? Simple: observar al cliente y descubrir que solo hay dos tipos de personas: las que comen chicharrón y las que no. Cualquier cosa se puede esperar de los primeros: que pidan otros tres pesos de carne porque nunca hay suficiente, que esperen pilón, que se suenen la nariz y dejen la servilleta en el plato, pero de los segundos hay poco que decir: casi no comen salsa y los prefieren en una bolsa para llevar.

A diario al menos tres o cuatro personas piden tacos gratis y eso lo sabe el taquero de canasta, que bien pronto deja de verlos a los ojos porque podría pasarse todo el día, todos los días, repartiendo tacos y no lograría acabar con el hambre de nadie. Sin embargo, algunos son insistentes (en el hombre hay más hambre que vanidad) van borrachos, drogados o con un aroma que aleja a los clientes al menos cuatro puestos, entonces deciden pararse junto a la bicicleta, seguros de su triunfo, inmóviles, en huelga de silencio, hasta que sus peticiones sean atendidas. Al taquero de canasta le resulta imposible ignorarlos mientras despacha: su ataque incide sobre varios sentidos, nariz y lengua por igual, además de ahuyentar a los clientes.

Como con cualquier otro taco, la geografía decide los precios del de canasta y es bien sabido que si un taco te cuesta dos pesos, hay que desconfiar, pero si cuesta más de cinco también, por ello el taquero de canasta sabe leer la zona (no es lo mismo Neza que Madero) y en función de ello actúa. Además, el taquero de canasta sabe que, a la hora de cobrar, hay chistes básicos en los que su risa (porque el dinero aún no cambia de mano) no es opción: “Es bueno, lo acabo de hacer”, dice el cliente billete en ristre, “yo dije debo, ¿eh? Porque no te voy a pagar”. “No me muero, ¿verdad?” “¿El chicharrón es de perro?” y “bueno, en el fin del mundo hasta ratas vamos a comer”. El taquero de canasta, como tiene buen ojo, sabe que en la calle, hogar de su producto, no hay filtros y todo es válido. Una simple sonrisa amable es la única respuesta que puede ofrecer antes de seguir su labor. Agregar algo más sería exagerar.

[Foto: Carlos Ortiz]

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