La lectura es un diálogo. Leer a nuestros contemporáneos es entablar una conversación con nuestro tiempo. Es fácil negarnos, construir un discurso partiendo de la falta de conocimiento de nosotros, de los otros. Negarnos es el deporte de los que su único interés gira alrededor de ellos. Nada existe más allá. Leer a Borges, y por qué no mejor leer a Heráclito. Borrar todo. Negarlo todo. Yo y nadie más. Existo luego escribo. Luego el vacío.
Existo porque hago sombra, y estoy en el centro del todo. Nada existe porque no lo he tocado, no lo he leído. Para qué leer a los escritores cercanos, a los de mi tiempo, si puedo leer a Borges. Y razón se tiene. Pero, y el argumento: ¿por qué sí?, ¿por qué no?
Son malos, me caen mal, no me interesan, me aburren, tienen juanetes. Mejor no leerlos, alejarnos, espantarlos. Que no ensucien el sagrado librero retacado de clásicos, de grandes obras, de verdaderos próceres de la letras.
Para qué encender un débil fósforo, si tenemos el zippo argentino. Si están los del boom, los chicos chics que publican en las grandes editoriales, los reseñados en revistas del corazón, los otros que nos son los nosotros, los que bailan al ritmo de la moda, los que ganan y no arriesgan. Esos coquetos con acentos extranjeros.
Leer por gusto. Al gusto del tango, no chilena, no el son de tarima, ni cumbia costeña, ni la arteza. Que la iguana sea otra bestia.
Aquí el que escribe no existe. Se apresura al silencio, a lo insignificante. Hoy no existe, mañana tampoco. La literatura no es cosa de lugar, espacio o tiempo, lo diría Marie Kondo. Sólo 30 libros en el librero, preferible que estén ahí algunos clásicos, uno o dos bestsellers, y Borges. Infaltable el argentino perdido en su biblioteca infinita, quizá no su obra completa, con dos o tres títulos está bien. Con eso basta.
Que nadie te pregunte si has leído a tus contemporáneos, y si lo hacen puedes responder de inmediato, no, yo sólo leo a los clásicos. Es lo mejor. Lo más sano.
Para que correr el riesgo en agarrar un libro de Jesús Bartolo, de Federico Vite, si es más seguro llevar a la mesa el Libro de arena o Ficciones. El tiempo, dicen, es oro, y es poco. Malgastar la vista no es negocio. El argumento es sencillo: mejor leer a Borges.
Oiga, ¿usted ha leído a los de su generación? No responda con un no contundente, mejor hable de su infancia, que mucho importa a los escuchas, de su gran memoria. Cuente una anécdota simpática, gánese a la audiencia. Lo otro está de más. Con Borges tenemos, podrías responder. No le busque esas cuatro patas al felino borgeriano. Ahí, en esas páginas se encuentra todo. Se resume el mundo y la palabra. Lo demás es insignificante. Pura perdida de tiempo. No leas a tus iguales. Never more diría el cuervo en el pálido busto de Palas.
Las estadísticas señalan que en México los lectores de literatura son muy escasos. También se dice que son más los que escriben, o quieren ser escritores, que quienes son lectores. Es muy común encontrarse con jóvenes promesas de las letras argumentando que casi no leen para no ser influenciados, para encontrar su voz y la tan prometida originalidad. La cosa es no contaminarse. Es ser puros. La pureza como una rareza.
La moda es ignorar la llamada tradición, los ecos que llegan a través de la lectura. Romper con todo a ciegas, sin saber bien a bien con qué se está rompiendo. Como un chico tratando de dar a palos una piñata inexistente, y con los ojos vendados.
La originalidad se pierde en esa horda de escritores originales que nada buscan en los otros, que sólo están atentos a sus obras grandilocuentes, en su cofradía de rebeldes escritores que todo lo rompen con la delicadeza de quién no sabe qué romper.
Antes sólo el canon. Después nada. Son rebeldes que leen a Borges. Viajan en el destartalado tren del lugar común. No hay tradición. Sólo existe el vacío, y hay que llenarlo con sus cuentos, sus poemas, sus novelas. Ellos son la tradición. Nada existe. Nada son ellos. Nada en la nada de su obra. ⚅
[Foto: David Espino]
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