top of page

Más me modifico, más soy

  • Ricardo Guzmán Wolffer
  • 31 mar
  • 3 Min. de lectura

Raquel Castro escribe literatura infantil porque ha superado el análisis de la mente adulta, al menos literariamente. En su libro Cambiamos para ser más como somos habla de las modificaciones corporales.

Ponerse un arete o tatuarse el delineado de las pestañas es una modificación corporal tan regular que ni siquiera se cuenta como tal. Son otro tipo de tatuajes los que llaman la atención y se consideran cambios relevantes en el cuerpo. Lo mismo sucede con agregados estéticos, no funcionales. La medicina ha logrado que los cuerpos humanos se reinventen de acuerdo con las necesidades, a partir de la recuperación de extremidades perdidas o de funciones limitadas por enfermedades o accidentes. Y en esta posibilidad se advierte la diversidad de la concepción humana. El ideal estético, tan útil para identificar nacionalidades o estratos sociales, se modifica ante la información inagotable en redes sociales.

Ya sea por una filiación política, estética, deportiva o por mero capricho, en todos los países las personas se hacen tatuajes, pintado el cabello, aretes de todo tipo y hasta cirugías de mayor complejidad (donde se pinta el ojo, se insertan implantes en hombros o debajo de la piel, se corta la lengua para dejarla bífida y demás). El libre desarrollo de la personalidad en lo estético no tiene límites; en lo social, sí. Más allá de los gustos personales, antes moldeados por la educación o por la religión, hoy la información parece estar por encima de todas las fuentes de formación. Los niños que nacieron con celulares en las manos para no hacer ruido mientras los padres conviven en familia o sociedad, reciben en segundos la información visual que antes requería días de búsqueda en bibliotecas o centros artísticos. Las plataformas de cine y series permiten mirar la cotidianeidad de países que jamás podremos visitar. Los satélites al alcance de científicos logran poner la mirada en zonas del planeta inaccesibles para el hombre.

En esa avalancha de imágenes, algunas con ideologías, en lo corporal humano chocan lo natural con lo manipulado. Se establece la belleza con lo congénito, sin arreglo estético o quirúrgico, pero para otros es mediante el exceso de cambios donde se muestra la verdadera interioridad y, como lo más complejo es conocerse a sí mismo, cambiar en lo externo sirve para dar noticia de eso que ocultamos o que quisiéramos saber de nuestra propia vida. Las costumbres también se modifican en la percepción de lo socialmente aceptable. Las series y películas norteamericanas muestran como un hecho común ir a beber, solo o acompañado, a un bar o a un centro nocturno donde mujeres u hombres semidesnudos bailan por dinero para entretener al público. Dependiendo del estrato social norteamericano, tal forma de socializar resulta normal, como también lo es la posibilidad de acudir a grupos de autoayuda o a clínicas de rehabilitación. De ahí a que en otras latitudes se pretenda copiar esas costumbres —muchas basadas en un ingreso económico suficiente para permitir tales gastos— es cosa de tiempo. Compararlas con países asiáticos donde la prostitución infantil es cosa común en lugares de acceso público, también es cosa de tiempo. En tales contextos, el que las mujeres se aumenten el pecho, o los hombres el miembro masculino, apenas sorprende.

En México, la Suprema Corte de Justicia de la Nación estableció límites para el uso de tatuajes en ambientes laborales al establecer que no se puede negar el trabajo a quien tenga tales cambios en la piel, pero que este no es ilimitado. Al resolver un asunto donde, en una empresa de propietarios y trabajadores de la comunidad judía, una persona se tatuó una suástica en el cuello, la Corte estableció que laboralmente no puede darse permisividad absoluta en el uso de tatuajes. En el caso, era “una apología al odio o discurso de odio racista (antisemita)” con lo cual debía darse “una restricción a la protección constitucional y convencional de los derechos de libre desarrollo de la personalidad y libertad de expresión por él ejercidos”.

Raquel Castro explica cómo se introdujo “un imán de neodimio, metido en una cápsula de silicón e implantado en la punta del dedo anular de la mano derecha”; esto le permitía levantar pequeños objetos metálicos, entre otras funciones claramente no regulares al hombre. Si hacerse el injerto fue una aventura, retirar los fragmentos cuando por accidente se reventó fue peor. Este hecho tan interesante muestra que las modificaciones corporales ni siquiera tienen que ser perceptibles por otros o tener funciones ordinarias en el cuerpo. Lo que interesa al modificarse el cuerpo es reforzar la concepción de sí mismo, como Raquel, que se sabía única con este agregado corporal.

Habría que decir que Raquel Castro es única, entre otras cosas, por libros de tanto calado como el aquí comentado, hecho con una mirada crítica y fresca, capaz de llegar a los públicos más doctos o a los menos estudiados. ⚅

[Foto: Gonzalo Pérez]

 
 
 

Comments

Rated 0 out of 5 stars.
No ratings yet

Add a rating
bottom of page