Lisonjeando, o hermana, a mi amor propio
me conceptúo formar esta escritura
del Libro de cocina y ¡qué locura!
concluirla y luego vi lo mal que copio
Sor Juana Inés de la Cruz

La comida es el lugar del eterno retorno, tanto como esa pregunta periódica, a veces dicha con alegría, otras con desgano y en algunos casos más con preocupación: ¿qué comeré hoy? Elegir el alimento del día, si se tiene la fortuna de hacerlo, implica factores personales como con cuánto tiempo disponemos, la cantidad de dinero que se va a destinar y dónde hacerlo. Sin embargo, de haber elegido cocinar en casa, una acude a lo que ya sabe. Las recetas que hay en la memoria son un sitio seguro que se enriquece con los años.
El acto de cocinar está lleno de magníficas historias de generaciones de mujeres que se juntan a departir frente al fuego, intercambian ingredientes, perspectivas, temperaturas de horneado y narran con minucia el paso a paso del platillo. De todo lo anterior, de mi tradición culinaria familiar sólo conservo el uso de la estufa; las recetas que elaboro hasta la actualidad no son recopilación de un apunte que haya pasado de mi abuela a mi madre y luego llegara tiernamente a mis manos. Sé que esas historias existen, pero en mi casa no ocurrió de tal manera, así que en ausencia de los procesos escritos para elaborar guisos familiares, comencé como algunos escritores: imitando lo leído.
En la infancia jamás vi un recetario, y en la adultez de los primeros que leí fue el atribuido a Sor Juana Inés de la Cruz, un cúmulo de recetas redactadas con la sencillez de una monja, que quizá fue obligada a apuntar receta tras receta, porque una no siempre se debe a cuestiones elevadas del espíritu, el carruaje del alma necesita medidas exactas para comer.
Sin ninguna clase de poética más que un soneto al inicio del libro, el recetario barroco, es una muestra del pasado culinario en nuestro país, ya que mucha de la gastronomía actual proviene del ingenio monástico, puntualmente novohispano. Mole de guajolote, manchamanteles, alfajores, mamones (jamoncillos), buñuelos de viento (puñuelos, pues se hacían con los puños) o aperitivos afrutados llamados “antes”, que se servían antes de la comida, son algunas de las recetas que reflejan los gustos del siglo XVII.
Este Libro de cocina, de Sor Juana, atiende su dimensión práctica para la época que fue escrito, calca los modos de preparación como quien conoce el platillo, es un recetario de su tiempo, por lo mismo en la actualidad parece un documento sorprendente por la cantidad de curiosidades históricas que revela. Por ejemplo, las cantidades descritas indican: “de profundidad de tres pesos” aludiendo a la moneda y la inteligencia de la cocinera para tal observación. Tampoco es casualidad que las monjas pasarán al imaginario popular como “madres dulceras” o expertas en postres, ya que ellas sabían que la solicitud de un favor o varios favores a los virreyes sabían mejor con unas empanadas, mazapanes o frutas de horno. O la representación del barroco a través de platillos que mezclan alimentos ahora mismo impensables al paladar, como la Torta de arroz con leche, que se describe con una punta de dulce, picadillo, piña, jitomate, piñones y alcaparras.
Asimismo el mole, que a pesar de la gran cantidad de ingredientes que posee, aún figura en el gusto popular. Como último dato, es Sor Andrea de la Asunción, quien pasa a la historia por inventar el mole, tras ganar un concurso para elogiar al marqués de la Laguna por medio de la comida, pues Sor Juana Inés ya lo hacía con sus versos.
En todo proceso de recuperación existen deliciosas variantes, desde “hacer memoria” para que salga rica nuestra sopa del día, hasta alterar una receta-herencia familiar para el placer de los que hoy se sientan a la mesa. Un platillo cumple su función primaria cuando nos alimenta, pero cuando dialoga con el pasado cumple su función trascendental. ⚅
[Foto: David Espino]
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